XIII

EL VALOR DE LA VIDA
(Pesimismo y optimismo)

Una cuesti�n complementaria a la pregunta sobre los fines o el destino de la vida (ver cap. XI) es la referente a su valor. A este respecto encontramos dos posiciones contrarias, y entre ambas todas las tentativas posibles para conciliarlas. Una posici�n sostiene que el mundo es el mejor imaginable, y que la vida y la acci�n en �l son un bien de valor inestimable. Todo se presenta como cooperaci�n armoniosa y llena de significado, digna de admiraci�n. Incluso lo aparentemente malo y da�ino puede reconocerse como bueno desde un punto de vista m�s elevado, pues presenta un contraste beneficioso con lo bueno; podemos apreciar mejor lo bueno por contraposici�n con el mal. Adem�s el mal no es algo verdaderamente real; lo que experimentamos como malo es un grado menor de lo bueno. El mal es ausencia de bien, nada que tenga significado en s�.

La otra opini�n afirma: la vida est� llena de necesidad y miseria, el displacer supera en todas partes al placer, el dolor a la alegr�a. La existencia es una carga, y el no-ser ser�a en cualquier circunstancia preferible al ser.

Como principales exponentes de la primera posici�n, del optimismo, tenemos a Shaftsbury y Leibniz, y de la segunda, el pesimismo, a Shopenhauer y Eduard von Hartmann.

Leibniz piensa que el mundo es el mejor que puede darse. Uno mejor es imposible, pues Dios es bueno y sabio. Un Dios bueno quiere crear el mejor de los mundos; un Dios sabio lo conoce; puede distinguirlo de todos los dem�s posibles y peores. S�lo un Dios malo o sin sabidur�a podr�a crear un mundo que no fuera el mejor posible.

Quien parta de este punto de vista podr� f�cilmente indicar la direcci�n que el actuar humano tiene que tomar para contribuir por su parte al bien del mundo. El hombre s�lo ha de intentar conocer la voluntad de Dios y actuar de acuerdo con ella. Si conoce las intenciones de Dios para el mundo y para la humanidad, obrar� correctamente. Y se sentir� feliz de poder contribuir con su actuaci�n al bien general. Por lo tanto, desde el punto de vista del optimismo, la vida merece ser vivida. Tiene que estimularnos a tomar parte activa en ella.

Schopenhauer lo ve de otra manera. No considera la causa universal como un ser omnisciente y de infinita bondad, sino como un impulso o voluntad ciega. Esfuerzo eterno, anhelo incesante de satisfacci�n que sin embargo jam�s puede ser alcanzada, es el rasgo esencial de toda voluntad. Tan pronto como se alcanza una meta anhelada surgen nuevas necesidades, etc. La satisfacci�n s�lo puede ser siempre de cort�sima duraci�n. Todo el resto del contenido de nuestra vida es esfuerzo insatisfecho, esto es, descontento y sufrimiento. Si por fin se calma el impulso ciego, nos quedamos sin contenido alguno; un aburrimiento infinito inunda nuestra existencia. Por lo tanto, lo mejor relativamente es ahogar deseos y necesidades, exterminar la voluntad. El pesimismo de Schopenhauer conduce a la inactividad, su meta moral es la pereza universal.

De manera esencialmente distinta intenta Eduard von Hartmann fundamentar el pesimismo y utilizarlo para la �tica. Hartmann intenta fundamentar su concepci�n del mundo sobre la experiencia, siguiendo una corriente favorita en nuestro tiempo. Quiere descubrir por la observaci�n de la vida si en el mundo predomina el placer o el displacer. Hace desfilar ante la raz�n todo cuanto le aparece al hombre como bien o como felicidad para mostrar que, mirado m�s de cerca, toda supuesta satisfacci�n resulta ser ilusi�n. Es ilusi�n creer que la salud, la juventud, la libertad, la vida acomodada, el amor (placer sexual), la compasi�n, la amistad y la vida de familia, la autoestima, la honra, la fama, el poder, la religiosidad, la actividad cient�fica y la art�stica, la esperanza de una existencia despu�s de la muerte, la participaci�n en el desarrollo cultural, son fuentes de felicidad y de satisfacci�n. Para una observaci�n desapasionada todo goce trae al mundo mucho m�s mal y miseria que placer. El malestar de la resaca es siempre mayor que el placer de la embriaguez. El displacer predomina con mucho en el mundo. Ning�n hombre, incluido el relativamente m�s feliz, querr�a —si se le preguntase— vivir esta vida miserable una segunda vez. Pero como Hartmann no niega la presencia de lo ideal (la sabidur�a) en el mundo, sino que m�s bien le otorga igual derecho que al impulso ciego (la voluntad), s�lo puede atribuir a su Ser Primordial la creaci�n del mundo, si deja que el sufrimiento del mundo desemboque en los sabios fines del mundo. Pero el sufrimiento de los seres del mundo no ser�a otro que el de Dios mismo, pues la vida del mundo como un todo es id�ntica con la vida de Dios. Un ser omnisciente, sin embargo, s�lo puede ver su objetivo en la liberaci�n del sufrimiento y, como toda existencia es sufrimiento, en la liberaci�n de la existencia. Convertir el ser en el —con mucho preferible— no ser es la finalidad del mundo. El proceso universal es un luchar continuo entre el dolor de Dios, que finalmente termina con la aniquilaci�n de toda existencia. Dios cre� el mundo con el fin de liberarse por medio de �l de su infinito sufrimiento. El mundo “ha de considerarse en cierta manera como una erupci�n irritante que sufre el Ser Absoluto”, a trav�s del cual la fuerza curativa inconsciente de este Ser se libera de una enfermedad interior, “o tambi�n, como una cataplasma dolorosa que el Ser Absoluto se aplica a s� mismo con el fin de sacar fuera el dolor interior y de eliminarlo totalmente”. Los hombres son miembros del mundo. En ello sufre Dios. Los ha creado para desmembrar su infinito dolor. El dolor que cada uno de nosotros sufrimos es solamente una gota en el inmenso mar de dolor de Dios. (Hartmann: “Ph�nomenologie des Sittlichen Bewusstseins”).1

El hombre tiene que dejarse imbuir por el hecho de que la b�squeda de satisfacci�n individual (el ego�smo) es necedad y que debiera dejarse guiar �nicamente por la misi�n de dedicarse a la redenci�n de Dios por una entrega generosa al proceso del mundo. En contraste con el pesimismo de Schopenhauer, el de Hartmann nos conduce a una actividad abnegada en favor de una misi�n sublime.

Pero, �est� esto realmente basado en la experiencia?. La b�squeda de la satisfacci�n significa que la actividad de la vida est� por encima de su contenido. Un ser tiene hambre, esto es, intenta saciarse, cuando sus funciones org�nicas requieren, para poder continuar, el suministro de un nuevo contenido vital en forma de alimentos. La b�squeda de la honra consiste en que el hombre s�lo considera valiosa su acci�n personal cuando le es reconocida desde el exterior. La b�squeda de conocimiento surge cuando el hombre siente que le falta algo si no comprende el mundo que ve, oye, etc. La satisfacci�n de la b�squeda genera placer en el individuo, la insatisfacci�n displacer. A este respecto es importante observar que el placer o el displacer dependen de la satisfacci�n o insatisfacci�n de mi deseo. El deseo mismo no puede considerarse en absoluto como displacer. Por ello si en el momento de satisfacerse un deseo, aparece inmediatamente otro nuevo, no puedo decir que el placer engendre en mi displacer, pues en cualquier circunstancia el goce engendra el deseo de repetirlo, o el deseo de un nuevo placer. S�lo puedo hablar de displacer cuando este deseo tropieza con la imposibilidad de satisfacerse. Incluso cuando la experiencia de un goce genera en m� el deseo de experimentar un placer mayor o m�s refinado podr� decir que el primer placer me ha generado sufrimiento s�lo si me faltan los medios para experimentar el placer mayor o m�s refinado. Solamente si como consecuencia natural del goce aparece el displacer, como por ejemplo, cuando al goce sexual de la mujer le siguen los dolores de parto y los cuidados de los hijos, puedo encontrar con el goce el creador del sufrimiento. Si el deseo como tal produjera displacer, toda eliminaci�n del deseo tendr�a que ir acompa�ado de placer. Sin embargo, ocurre lo contrario. La falta de deseo en nuestra vida produce aburrimiento, y �ste va unido al descontento. Pero como naturalmente el deseo puede durar mucho tiempo antes de ser satisfecho y en el entretanto uno se contenta con la esperanza de conseguirlo, hay que reconocer que el displacer no tiene nada que ver con el deseo como tal, sino que depende �nicamente de su insatisfacci�n. Schopenhauer, por lo tanto, no tiene raz�n en ning�n caso al considerar el deseo o el esfuerzo por conseguir algo (la voluntad), como la fuente del sufrimiento.

En verdad, lo correcto es justamente lo contrario. El esforzarse (el desear), produce de por s� alegr�a. �Qui�n no conoce el gozo que causa la esperanza de una meta lejana pero muy deseada? Esta alegr�a acompa�a al trabajo cuyos frutos s�lo recogeremos en el futuro. Este placer es totalmente independiente de la obtenci�n del objetivo. Y cuando se ha alcanzado el fin, al placer de la b�squeda se a�ade, como algo nuevo, el de la realizaci�n. Si alguien dijera que al displacer de un objetivo no alcanzado se a�ade el de la esperanza frustrada que hace que, al final, sea a�n mayor el descontento por la no-realizaci�n que el eventual placer de su obtenci�n, se le puede responder que tambi�n puede suceder lo contrario; que el recuerdo del goce experimentado durante el tiempo de la no-realizaci�n del deseo influye muchas veces para mitigar el descontento por la no realizaci�n. Quien en el momento de ver una esperanza frustrada exclama: �he hecho todo lo que he podido! es un ejemplo de esta afirmaci�n. Quienes unen a todo deseo insatisfecho la afirmaci�n de que no solamente falta la alegr�a de la realizaci�n, sino que tambi�n queda destruido el goce del deseo, no toman en consideraci�n el sentimiento maravilloso de haber intentado algo con todas sus fuerzas.

La realizaci�n de un deseo provoca placer y la insatisfacci�n, displacer. Pero de esto no se puede deducir que el placer sea la satisfacci�n de un deseo, y el displacer la insatisfacci�n. Tanto el placer como el displacer pueden darse en un ser, sin que sean consecuencia de un deseo. La enfermedad es displacer al que no le precede un deseo. Quien afirmara que la enfermedad es un deseo de salud insatisfecho cometer�a el error de considerar el deseo natural e inconsciente de no enfermar como si fuera un deseo positivo. Si alguien recibe una herencia de un pariente rico, de cuya existencia no ten�a la menor idea, experimenta un placer que no va precedido de deseo.

Por lo tanto, quien quiera investigar hacia qu� lado se inclina la balanza, si por el del placer o por el del displacer, tiene que tomar en cuenta el placer de desear, el de la obtenci�n del deseo y aqu�l que nos llega sin haberlo deseado. Por otro lado, habr� que sopesar el descontento por aburrimiento, el del deseo no satisfecho, y por �ltimo, el que nos llega sin haberlo deseado. A esta �ltima categor�a pertenece tambi�n el displacer causado por el trabajo que nos es impuesto sin haberlo elegido nosotros mismos. Ahora surge la pregunta: �Cu�l es el medio correcto para sacar el balance de este Debe y Haber? Eduard von Hartmann opina que es la raz�n la que equilibra. Y de hecho, dice (“Philosophie des Undewussten”):2

“El dolor y el placer existen s�lo en tanto que se experimentan. De ello resulta que para el placer no existe ninguna otra medida que el sentimiento subjetivo. Tengo que sentir si la suma de mis sentimientos de displacer en comparaci�n con mis sentimientos de placer me dan m�s alegr�a o m�s dolor”.

No obstante, Hartmann afirma:

“Si... el valor de la vida de un ser s�lo puede estimarse seg�n su propia medida subjetiva,... eso no quiere decir en absoluto que todo ser sea capaz de sacar la suma algebraica correcta de todas las afecciones de su vida, o, con otras palabras, que su juicio global sobre su propia vida sea correcto en lo que se refiere a sus experiencias subjetivas”.

Con ello se constituye nuevamente la evaluaci�n racional del sentimiento en medida de valor.3

Quien est� m�s o menos de acuerdo con el pensamiento de pensadores como Eduard von Hartmann, podr� creer que, para llegar a una valoraci�n correcta de la vida, hay que desechar aquellos factores que falsean nuestro juicio sobre el balance entre placer y displacer. Puede intentar hacerlo de dos maneras distintas. Primero, demostrando que nuestros deseos (instinto, voluntad) interfieren perturbando el juicio sereno sobre el valor de nuestros sentimientos. Mientras que, por ejemplo, tendr�amos que decirnos que el goce sexual es una fuente de mal, el hecho de que el instinto sexual en nosotros es muy fuerte, nos induce a imaginarnos un placer mucho mayor del que en realidad es. Queremos gozar; por eso no reconocemos que el gozo nos trae sufrimiento. Segundo, sometiendo los sentimientos a un examen para intentar demostrar que los objetos con los que est�n unidos los sentimientos se manifiestan al conocimiento racional como ilusiones y que �stas desaparecen en el momento en que nuestra inteligencia, cada vez mayor, puede mirar a trav�s de tales ilusiones.

Esto puede pensarse de la siguiente manera. Si un hombre ambicioso quiere saber si en su vida, hasta el momento en que se lo cuestiona, ha predominado el placer o el displacer, tendr� que eliminar dos fuentes de error de su evaluaci�n. Como es ambicioso, este rasgo de su car�cter le har� ver las alegr�as por el reconocimiento de sus esfuerzos como a trav�s de una lente de aumento, y las mortificaciones como por una lente de disminuci�n. En el pasado, cuando sufri� los desprecios, sinti� las mortificaciones precisamente por ser ambicioso; en el recuerdo aparecen atenuados, mientras que las alegr�as por el reconocimiento al que tan sensible es, se le quedan m�s grabadas. Para el hombre ambicioso es un verdadero bien que esto sea as�. Su enga�o aten�a su sentimiento de disgusto cuando se mira a s� mismo. Sin embargo, su juicio es err�neo. Los sufrimientos, que cubre ahora con un velo, los ha tenido que vivir realmente con toda su intensidad, pero de esta manera los anota err�neamente en el libro de cuentas de su vida. Para llegar a un juicio correcto, el ambicioso tendr�a que deshacerse de su ambici�n en el momento de su autoan�lisis. Tendr�a que observar con su mirada espiritual su vida pasada sin ning�n tipo de lente; si no ser�a como el comerciante que, al sacar el balance de sus libros, anota junto a los ingresos su celo en el trabajo.

Pero se puede ir a�n m�s lejos y decir: el hombre ambicioso se percatar� de que los elogios que persigue son cosas sin valor. Llegar� por s� mismo o a trav�s de otros a comprender que para un hombre razonable no tiene ning�n valor el reconocimiento de los dem�s, puesto que “en todas aquellas cosas que no son cuestiones vitales de la evoluci�n, o que ya han sido resultas definitivamente por la ciencia”, siempre se puede estar seguro de “que la mayor�a est� equivocada, y que la minor�a tiene raz�n. Quien hace de la ambici�n su gu�a, deja que la felicidad de su vida quede a merced de semejante juicio”.

(“Philosophie des Undewussten”).4 Si el ambicioso se dice a s� mismo todo esto, tendr� que calificar de ilusi�n todo cuanto su ambici�n le ha presentado como realidad y, por consiguiente, tambi�n los sentimientos que van unidos a las ilusiones producidas por su ambici�n. Por esta raz�n podr�a decirse entonces: hay que tachar adem�s de la cuenta de los valores de la vida, lo que aparece como sentimientos de placer debido a las ilusiones; lo que entonces resta, representa el total del placer de la vida libre de ilusiones, y esto comparado con el displacer total es tan poco, que la vida no es placer, y que el no-ser es preferible al ser.

Pero mientras que es totalmente evidente que el enga�o producido por la intromisi�n del instinto de la ambici�n produce un resultado falso en el balance de placer, es necesario, sin embargo, cuestionar lo dicho sobre el car�cter ilusorio de los objetos de placer. Excluir del balance de placer de la vida todos los sentimientos de placer que van unidos a cosas reales o ilusiones, falsear�a dicho balance. Pues el hombre ambicioso realmente ha experimentado alegr�a por el reconocimiento del p�blico, y da igual si m�s tarde �l mismo u otro consideran ilusi�n dicho reconocimiento. Con ello, no disminuye nada la experiencia de placer disfrutado. La exclusi�n de todos los sentimientos “ilusorios” del balance de la vida no rectifica, en absoluto, nuestro juicio sobre los sentimientos, sino que borra de la vida sentimientos que realmente existen.

Y �por qu� deber�an excluirse esos sentimientos? A quien los tiene, le producen placer; quien los ha superado encuentra en la experiencia de la superaci�n (no por el sentimiento vanidoso —�que bueno soy!— sino por la fuente objetiva de placer que la superaci�n conlleva) un placer espiritualizado, pero no por ello menos importante. Si del balance del placer se borran los sentimientos porque est�n unidos a objetos que resultan ilusorios, se hace depender el valor de la vida, no de la cantidad sino de la calidad del placer, y �sta del valor de los objetos que lo causan. Pero si quiero determinar el valor de la vida nada m�s que por la cantidad de placer o sufrimiento que ella me trae, no puedo presuponer otro elemento por el cual, a su vez, determino el valor positivo o negativo del placer. Si me propongo comparar la cantidad de placer con la de displacer, para ver cu�l es mayor, tengo entonces que sopesar tambi�n el placer y el sufrimiento en su intensidad real, independientemente de si se basan en una ilusi�n o no. Quien atribuye al placer basado en una ilusi�n, un valor menor para la vida que el placer justificado ante la raz�n, hace depender el valor de la vida de otros factores que el del placer.

Quien valora en menos el placer vinculado con un objeto f�til, se asemeja a un comerciante que asentara las considerables ganancias de una f�brica de juguetes por la cuarta parte de su cuant�a, por el hecho de producir chucher�as para ni�os.

Si se trata solamente de comparar la cantidad de placer y de displacer, habr� que hacer caso omiso del car�cter ilusorio de los objetos de ciertos sentimientos de placer.

El m�todo recomendado por Hartmann, esto es, la consideraci�n racional de la cantidad de placer y displacer que produce nuestra vida, nos ha conducido hasta ahora al punto de saber c�mo debemos establecer la cuenta, lo que debemos asentar a uno u otro lado de nuestro libro de cuentas. Pero �c�mo se debe hacer la cuenta? �Es capaz la raz�n de sacar el balance? El comerciante habr� cometido un error en su cuenta si la ganancia calculada no coincide con los beneficios ya obtenidos o estimados. Igualmente se habr� equivocado el fil�sofo si no puede probar a nivel de sensaci�n el exceso de placer o de displacer de acuerdo con sus especulaciones.

Por el momento, no quiero verificar el c�lculo de los pesimistas basado en la observaci�n racional del mundo; pero quien tenga que decidir si continuar o no con la tarea de vivir, exigir� primero que se le muestre d�nde encuentra el exceso de displacer que se ha calculado.

Con ello tocamos el punto en el que la raz�n por s� sola no es capaz de determinar el exceso de placer o de displacer, sino que tiene que mostrarlo como percepci�n en la vida. El hombre capta la realidad no s�lo en el concepto, sino en la compenetraci�n de concepto y percepci�n (y el sentimiento es percepci�n) por medio del pensar (ver cap. VI).

El comerciante, cerrar� realmente su negocio s�lo si los hechos confirman las p�rdidas calculadas por su contable. Si no es as�, pedir� al contable que revise las cuentas. De la misma manera lo har� el hombre en su vida. Si el fil�sofo trata de demostrarle que el displacer es mucho mayor que el placer, pero �l, sin embargo no lo siente, dir�: te has equivocado en tus elucubraciones, vuelve a pensarlo de nuevo. Pero, si en un momento dado, un negocio tiene realmente tantas p�rdidas que ya ning�n cr�dito alcanza para pagar a los acreedores, se producir� la bancarrota, aunque el comerciante no quiera enterarse del estado de las cosas por medio de la contabilidad. Asimismo, si, en un momento determinado, la cantidad de displacer de un hombre fuese tan grande que ninguna esperanza (cr�dito) de futuro placer pudiera hacerle sobrellevar el dolor, se producir�a la bancarrota de los intereses de la vida.

No obstante, el n�mero de los suicidas es relativamente reducido comparando con los que siguen valerosamente viviendo. Son los menos los hombres que hacen depender su tarea de vivir del displacer que produce.

�Qu� se deduce de esto? que, o no es correcto decir que la cantidad de displacer sea mayor que la de placer, o que, de hecho, no hacemos depender la continuaci�n de nuestra vida de la cantidad de placer o displacer que experimentamos.

El pesimismo de Eduard von Hartmann llega de manera curiosa a la conclusi�n de que la vida no tiene valor porque en ella predomina el dolor pero afirma, sin embargo, la necesidad de sobrellevarla. Esta necesidad reside en que s�lo es posible alcanzar el objetivo del mundo por medio del trabajo incesante y abnegado del hombre, como ya lo hemos expuesto anteriormente. Pero mientras los hombres persigan sus apetencias ego�stas, ser�n incapaces de llevar a cabo ese trabajo desinteresado. S�lo cuando se hayan convencido por la experiencia y la raz�n de que los goces que persigue el ego�smo no pueden ser alcanzados, se dedicar�n a su verdadera misi�n. De esta manera, la convicci�n pesimista ha de convertirse en fuente de abnegaci�n. Una educaci�n basada en el pesimismo terminar�a con el ego�smo, haci�ndole ver al hombre su inutilidad.

Desde este punto de vista, la b�squeda de placer le es inherente a la naturaleza humana desde su origen. S�lo la comprensi�n de la imposibilidad de satisfacci�n hace que esta b�squeda renuncie en favor de una misi�n humana m�s elevada.

No puede decirse que el ego�smo quede superado, en el verdadero sentido de la palabra, por una concepci�n moral del mundo que por reconocer el pesimismo espera una entrega a fines no ego�stas de la vida.

Los ideales morales s�lo ser�n suficientemente fuertes para dominar la voluntad, cuando el hombre haya comprendido que la b�squeda de placer ego�sta no puede conducir a satisfacci�n alguna. El hombre cuyo ego�smo anhela el fruto del placer lo encuentra amargo porque no puede alcanzarlo; lo deja y se consagra a una vida desinteresada. Seg�n los pesimistas, los ideales morales no son suficientemente fuertes como para superar el ego�smo; pero pueden imponerse sobre la base que el reconocimiento de la inutilidad del ego�smo prepara.

Si el hombre por su naturaleza anhelase el placer, pero no tuviera posibilidad de alcanzarlo, el �nico fin razonable ser�a el exterminio de la existencia, y la redenci�n por el no-ser. Y si se cree que Dios es en realidad el portador del sufrimiento universal, entonces los hombres tendr�an como misi�n llevar a cabo la redenci�n de Dios. El suicidio del individuo no contribuye a alcanzar este fin, sino que lo perjudica. Lo razonable es que Dios haya creado al hombre para, a trav�s de su actuar, alcanzar su propia redenci�n. Si no, la creaci�n no tendr�a objeto. Y esta concepci�n del mundo piensa en t�rminos de fines extrahumanos. Cada hombre tiene que realizar, en la obra general de redenci�n, un trabajo determinado. Si lo elude por medio del suicidio, otro tendr� que hacer el trabajo que le estaba destinado. Otro tendr� que soportar en su lugar el tormento de la existencia. Y como en todo ser vive Dios como portador real del dolor, el suicida no disminuye en lo m�s m�nimo la cantidad de sufrimiento de Dios, sino que m�s bien le impone la dificultad a�adida de encontrar a otro hombre que le sustituya.

Todo esto presupone que el placer sea la medida del valor de la vida. La vida se expresa a trav�s de una suma de instintos (necesidades). Si el valor de la vida dependiese de si produce m�s placer o m�s displacer, habr�a que considerar in�til el impulso que trajera a su portador un predominio de sufrimiento. Examinemos, pues, impulso y placer para ver si el primero puede servir de medida para el segundo. Para no despertar sospecha de que para nosotros la vida comienza con la esfera de la “aristocracia espiritual”, empecemos por un instinto “puramente animal”, el hambre.

El hambre aparece cuando nuestros �rganos no pueden continuar sus funciones sin un nuevo suministro de alimentos. Lo que el hambriento busca ante todo es satisfacer el hambre. Tan pronto como el suministro de alimentos llega al punto de hacer cesar el hambre, se alcanza todo cuanto el instinto de la alimentaci�n busca. El placer que va unido a la saciedad consiste, primeramente, en la eliminaci�n del dolor que produce el hambre. Pero al mero instinto de la nutrici�n se le a�ade otra necesidad. Al alimentarse, el hombre no s�lo desea restablecer las funciones org�nicas alteradas, o superar el dolor del hambre, sino que busca tambi�n que vaya acompa�ado de sensaciones agradables de sabor. E incluso si media hora antes de una comida apetitosa siente hambre puede rehusar satisfacerla con alimentos de calidad inferior, antes de estropear el placer de la mejor. Necesita el hambre para poder disfrutar de todo el placer de la comida. Con ello el hambre se convierte en causa de placer. Si se pudiera saciar el hambre que existe en el mundo, se obtendr�a la cantidad total de placer debido a la existencia de la necesidad de alimentarse. A ello habr�a que a�adir el placer especial que los gastr�nomos alcanzan cultivando su paladar m�s all� de lo com�n.

Esta cantidad de placer alcanzar� su m�ximo valor si no quedase insatisfecha ninguna necesidad relacionada con el placer en cuesti�n y si con el placer no tuvi�ramos que aceptar al mismo tiempo una cierta cantidad de displacer.

La ciencia moderna opina que la Naturaleza genera m�s vida que la que puede sustentar, esto es, que produce m�s hambre que la que puede saciar. El exceso de vida que se genera tiene que perecer con dolor en la lucha por la existencia. Sin duda alguna, en todo momento del acontecer del mundo las necesidades son mayores que los medios para satisfacerlas, y ello afecta al goce de la vida. Sin embargo, el goce que tiene lugar no disminuye en lo m�s m�nimo. All� donde se produce la satisfacci�n de un deseo, existe la correspondiente cantidad de placer, aunque en el ser mismo que desea o en otros de su derredor haya una gran cantidad de instintos insatisfechos. Pero lo que con esto s� queda disminuido es el valor del goce de la vida. Aunque s�lo encuentre satisfacci�n una parte de las necesidades de un ser vivo, �ste, no obstante, experimenta el placer correspondiente. Este placer tiene un valor tanto menor cuanto menor sea en proporci�n con las exigencias totales de la vida dentro del campo de los deseos en cuesti�n. Este valor puede expresarse mediante una fracci�n cuyo numerador es el placer realmente experimentado, y el denominador el total de las necesidades. La fracci�n tiene el valor 1 cuando el numerador y el denominador son iguales, esto es, cuando todas las necesidades resultan satisfechas. Ser� mayor de 1 cuando en un ser vivo exista m�s placer que el exigido por sus deseos; y ser� menor de 1 cuando la cantidad de placer quede por debajo de la suma de los deseos. Pero la fracci�n no puede llegar a cero mientras el numerador tenga alg�n valor, por peque�o que sea. Si un hombre hiciera un balance final antes de su muerte y pensara en la cantidad de placer relacionada con un determinado instinto (por ej. el hambre) repartido a lo largo de toda la vida entre todas las exigencias de ese instinto, quiz�s el placer experimentado tendr�a un valor peque�o; pero nulo no puede ser nunca. Si la cantidad de placer se mantiene constante, el aumento de las necesidades del ser vivo disminuye el valor del placer de la vida. Lo mismo es v�lido para la suma de toda la vida en la Naturaleza. Cuanto mayor sea el n�mero de los seres vivos en relaci�n con el n�mero de los que pueden encontrar satisfacci�n total de sus instintos, tanto menor ser� por t�rmino medio el valor del placer de la vida. El billete de cambio que nuestros instintos nos exigen por el goce de la vida queda devaluado si no hay esperanza de hacerlo efectivo por su importe total. Si durante tres d�as tengo suficiente que comer, pero para ello tengo que pasar hambre otros tres, no por eso es menor el placer de los d�as en que como. Pero tengo que imagin�rmelo repartido entre seis d�as, por lo cual su valor para mi instinto de nutrici�n se reduce a la mitad. De la misma manera se relaciona la cantidad de placer con el grado de mi necesidad. Si tengo ganas de comer dos rebanadas de pan, pero s�lo puedo comer una, el valor del goce que obtengo se reduce a la mitad del que tendr�a si despu�s de comerla hubiera quedado satisfecho. De esta manera se determina el valor de un placer en la vida. Nuestros apetitos son la medida; el placer es lo medido. El goce de saciarse adquiere valor s�lo porque existe el hambre; y obtiene un valor determinado por su relaci�n con la intensidad del hambre.

Las exigencias insatisfechas de nuestra vida ensombrecen tambi�n los deseos insatisfechos, y menoscaban el valor de las horas agradables. Pero tambi�n se puede hablar del valor actual de un sentimiento de placer. Este valor es tanto m�s reducido cuanto menor es el placer en relaci�n con la duraci�n y la intensidad de nuestro deseo.

Una cantidad de placer tiene para nosotros pleno valor cuando coincide con la duraci�n y el grado de nuestro deseo. Una cantidad menor de placer en relaci�n con nuestro deseo reduce el valor del placer; una cantidad mayor produce un exceso no pedido que s�lo se experimentar� como placer mientras durante el goce mismo podamos intensificar nuestra apetencia. Si no podemos intensificar nuestro deseo en la misma medida en que aumenta el placer, �ste se convierte en displacer. El objeto que en otro caso nos dar�a satisfacci�n, nos asalta en contra de nuestra voluntad y nos produce dolor. Esto es una prueba de que el placer s�lo tiene valor para nosotros en tanto que podamos medirlo en relaci�n con nuestro deseo. Un exceso de sentimiento agradable se convierte en dolor. Esto podemos observarlo especialmente en las personas cuyo deseo por un tipo de placer determinado es muy peque�o. A las personas cuyo instinto de nutrici�n est� atrofiado, comer puede producirles f�cilmente asco. De esto tambi�n se desprende que el deseo es la medida del valor del placer.

Sin embargo, el pesimismo puede sostener que el instinto insatisfecho de la nutrici�n produce no s�lo displacer por la privaci�n del goce, sino verdadero dolor, sufrimiento y miseria en el mundo. Puede apelar a la indescriptible miseria de los hombres azotados por el hambre; a la suma de displacer producida por la escasez de alimentos. Y si el pesimismo quiere tambi�n extender su afirmaci�n y va m�s all� de la naturaleza humana, puede se�alar el sufrimiento de los animales que mueren de hambre en ciertas estaciones del a�o por falta de comida. El pesimista afirma que estos males exceden en mucho la cantidad de placer que el instinto de la nutrici�n produce en el mundo.

No cabe duda de que el placer y el displacer pueden compararse mutuamente, determinarse el exceso de uno o de otro de la misma manera que lo hacemos con la ganancia y la p�rdida. Pero si el pesimismo cree que existe un exceso de displacer y cree poder deducir de ello la falta de valor de la vida, comete un error porque hace un c�lculo que en la vida real no se efect�a.

Nuestro apetito va dirigido en cada caso a un objeto determinado. El valor de la satisfacci�n ser�, como hemos visto, tanto mayor cuanto mayor sea la cantidad de placer en relaci�n con la intensidad de deseo.5 Pero de la intensidad del deseo depende tambi�n la cantidad de displacer que estamos dispuestos a aceptar para conseguir el placer. No comparamos la cantidad de displacer con la de placer, sino con la intensidad de nuestros apetitos. A quien el comer le proporciona mucho placer, soportar� m�s f�cilmente un periodo de hambre, debido al placer de mejores tiempos, que otro a quien la satisfacci�n del instinto de nutrici�n no le causa placer. La mujer que quiere tener un hijo no compara el placer que le proporciona el tenerlo con la cantidad de displacer que produce el embarazo, el parto, los cuidados del ni�o, etc., sino �nicamente con su deseo de tener el hijo.

Nunca buscamos un placer abstracto de una intensidad determinada, sino la satisfacci�n concreta de manera bien definida. Si deseamos un placer que tiene que ser satisfecho por un objeto o sensaci�n determinados, no podemos quedar satisfechos por medio de otro objeto u otra sensaci�n que nos cause un placer de igual intensidad. A quien busca satisfacer el hambre no se le puede sustituir ese placer por otro de igual intensidad, pero producido por un paseo. S�lo si nuestro apetito buscara la obtenci�n de una determinada cantidad de placer en general, se apaciguar�a inmediatamente si ese placer no fuera accesible sin una cantidad mayor de displacer. Pero como se busca la satisfacci�n de una manera determinada, su obtenci�n proporciona placer incluso cuando conlleva una cantidad de displacer. Pero puesto que los instintos de los seres vivos tienden hacia una direcci�n determinada y van hacia un objetivo concreto, no puede tomarse en cuenta, como factor de valor equivalente, la cantidad de displacer que ha de soportarse en el camino hacia el objetivo. Si el apetito es suficientemente fuerte como para seguir despierto en cierto grado, a�n despu�s de superar el displacer —por intenso que �ste sea, en sentido absoluto— ser� posible, sin embargo, experimentar el placer de la satisfacci�n con plena intensidad. El apetito, por lo tanto, no relaciona directamente el displacer con el placer alcanzado, sino indirectamente, relacionando su propia intensidad con la del displacer. No se trata de si es mayor o menor el placer que se desea o el displacer, sino si es m�s fuerte el apetito del fin deseado, o la oposici�n del displacer que conlleva. Si esta oposici�n es mayor que el apetito, �ste se rinde ante lo irremediable, se apaga y no sigue adelante. Debido a que la satisfacci�n se busca de manera espec�fica, el placer que conlleva cobra sentido en tanto que hace posible, una vez obtenida la satisfacci�n, tomar en cuenta la cantidad de displacer necesaria tan solo en la medida en que haya disminuido la intensidad de nuestro apetito. Si soy un apasionado del paisaje, no calculo cu�nto placer me produce la vista desde la cima de la monta�a por comparaci�n directa con el esfuerzo de la subida y del descenso. Pero s� me pregunto, sin embargo, si despu�s de superar las dificultades, mi inter�s por el paisaje seguir� suficientemente vivo. S�lo indirectamente, por la intensidad del apetito, pueden el placer y el displacer ofrecer alg�n resultado. La cuesti�n no es, por lo tanto, si hay un exceso de placer o de displacer, sino si la volici�n del placer es suficientemente fuerte para superar el displacer.

Una prueba de lo correcto de esta afirmaci�n es el hecho de que se valore m�s el placer que se ha obtenido a precio de mucho displacer que el que, de alguna manera, nos cae como un regalo del cielo. Cuando el sufrimiento y el dolor disminuyen el apetito pero a�n as� se alcanza el objetivo, el placer ser� a�n mayor, en comparaci�n con la cantidad de deseo que a�n queda. Esta relaci�n representa, como ya he mostrado, el valor del placer (ver m�s arriba). Otra prueba la ofrece el hecho de que los seres vivos, (incluido el hombre) desarrollan sus instintos en la misma medida en que son capaces de soportar los dolores y el sufrimiento que se les oponen. Y la lucha por la existencia es solamente la consecuencia de este hecho. Toda vida lucha por desarrollarse, y s�lo abandona la lucha aquella parte a la que el peso insuperable de las dificultades ahoga sus deseos. Todo ser vivo busca el alimento hasta que su falta destruye su vida. Y de la misma manera, el hombre s�lo se quita la vida cuando cree (con raz�n o sin ella) no poder alcanzar los fines de su vida que considera dignos de perseguir. Pero en tanto crea posible alcanzar aquello que estima que merece la pena perseguir, luchar� contra todas las calamidades y sufrimientos. La filosof�a tendr�a primero que convencer al hombre de que el querer s�lo tiene sentido si el placer es mayor que el displacer; por su naturaleza el hombre intenta alcanzar los objetos de sus apetitos mientras pueda soportar el displacer —por grande que �ste sea— que necesariamente conlleva. Pero una filosof�a as� ser�a err�nea, puesto que hace depender la voluntad humana de algo (exceso de placer sobre displacer) que es b�sicamente ajeno al hombre. La medida b�sica del querer es el apetito, y �ste se impone cuanto puede. El c�lculo que hace, no una filosof�a racional, sino la vida, cuando se trata de placer y displacer en la satisfacci�n de un apetito, se puede comparar con lo siguiente. Si al comprar una cierta cantidad de manzanas me veo obligado a llevarme el doble de manzanas malas junto con las buenas —porque el vendedor quiere deshacerse de ellas— no dudar� ni un momento en llevarme tambi�n las malas, si estimo que el valor de la peque�a cantidad de las buenas es tan alto que estoy dispuesto a pagar, aparte de su precio, los gastos de transporte del producto defectuoso. Este ejemplo ilustra la relaci�n entre la cantidad de placer y de displacer causados por un instinto. No calculo el valor de la cantidad de las manzanas buenas rest�ndola de las malas, sino estimando si las buenas mantiene a�n un valor a pesar de la presencia de las malas.

As� como al disfrutar de las manzanas buenas no tomo en consideraci�n las malas, me entrego a la satisfacci�n de un deseo, despu�s de haberme librado del sufrimiento inevitable. Aunque el pesimismo estuviese en lo cierto al afirmar que en el mundo existe m�s displacer que placer, esto no tendr�a ninguna influencia en el querer, pues a pesar de ello los seres vivos buscar�an el placer que quedara. La prueba emp�rica de que el dolor predomina sobre la alegr�a, si se pudiera probar, mostrar�a la esterilidad de la corriente filos�fica que pone el valor de la vida en el predominio del placer, el hedonismo, pero no calificar�a al querer de irracional; pues �ste no se basa en un predominio del placer, sino en la cantidad de placer que a�n queda despu�s de deducir el displacer. Este placer restante sigue apareciendo siempre digno de b�squeda.

Se ha tratado de refutar el pesimismo sosteniendo que es imposible calcular el exceso de placer o de displacer en el mundo. La posibilidad de todo c�lculo se basa en poder comparar entre s� los objetos en cuanto a sus magnitudes. Ahora bien, todo displacer y todo placer tienen una determinada magnitud (intensidad y duraci�n). Incluso las sensaciones de placer de distinta naturaleza las podemos comparar al menos aproximadamente. Sabemos qu� nos causa m�s placer, un buen cigarro o un buen chiste. Por lo tanto, no se puede objetar nada contra la posibilidad de comparar los distintos tipos de placer y displacer, con respecto a sus magnitudes. Y el investigador que se pone como objetivo determinar el predominio de placer o de displacer en el mundo, parte de premisas totalmente justificadas. Se puede afirmar que los resultados del pesimismo son err�neos, pero no puede ponerse en duda la posibilidad de una valoraci�n cient�fica de las cantidades de placer y displacer, y con ello la determinaci�n del balance. Es, sin embargo, err�neo afirmar que del resultado de este c�lculo se sigue algo para el querer humano. Los casos en que realmente hacemos depender el valor de nuestro actuar del predominio del placer o del displacer, son aqu�llos en que los objetos a los que se dirige nuestro actuar nos son indiferentes. Si se trata de procurarme una distracci�n despu�s de mi trabajo, y para ese fin me da totalmente igual un juego que una charla, me preguntar� qu� es lo que me proporciona mayor placer, y desde luego abandonar� mi actividad si la balanza se inclina del lado del displacer. Cuando queremos comprar un juguete para un ni�o, al elegirlo pensamos qu� le dar� m�s alegr�a. En todos los dem�s casos, no nos decidimos exclusivamente seg�n el balance del placer.

Por consiguiente, si los seguidores de la �tica pesimista son de la opini�n de que la constataci�n que la existencia da m�s displacer que placer prepara el terreno para la entrega altruista al trabajo cultural, no tienen en cuenta que el querer humano, por su propia naturaleza, no se deja influir por el conocimiento de ese hecho. El esfuerzo del hombre va dirigido a alcanzar aquella satisfacci�n que es posible despu�s de superar todas las dificultades. La esperanza de esta satisfacci�n es la base de la actividad humana. El trabajo del individuo y todo el trabajo cultural tienen su origen en esta esperanza. La �tica pesimista cree que debe presentar al hombre la b�squeda de la felicidad como algo imposible, de manera que se dedique a su verdadera misi�n moral. Pero estas tareas morales no son m�s que los impulsos concretos naturales y espirituales; y buscar� su satisfacci�n a pesar del displacer que conlleve. Por lo tanto, la b�squeda de la felicidad que el pesimismo quiere erradicar, en realidad no existe. Pero la misi�n que el hombre tiene que cumplir, la lleva a cabo porque su propia naturaleza quiere cumplir esa misi�n cuando ha comprendido su verdadera naturaleza.

La �tica pesimista sostiene que el hombre s�lo puede entregarse a lo que reconoce como misi�n de su vida, cuando ha abandonado la b�squeda de placer. Pero ninguna �tica puede inventarse otra misi�n que la realizaci�n de las satisfacciones exigidas por los apetitos del hombre y la realizaci�n de sus ideales �ticos. Ninguna �tica puede privarle del placer que experimenta por la realizaci�n de lo que desea. Cuando el pesimista dice: “no busques el placer, porque nunca podr�s alcanzarlo; esfu�rzate por hacer lo que reconoces como tu misi�n”, se le ha de responder que esto es inherente a la naturaleza humana, y que afirmar que el hombre s�lo aspira a la felicidad es el invento de una filosof�a err�nea. El hombre busca la satisfacci�n de lo que su naturaleza apetece, y tiene ante s� los objetos concretos de su deseo, no una “felicidad” abstracta; Y la realizaci�n le causa placer. Cuando la �tica pesimista exige no buscar el placer, sino la realizaci�n de lo que el hombre reconoce como la misi�n de su vida, acierta precisamente con lo que el hombre quiere por su propia naturaleza. El hombre, para ser moral, no necesita ni que la filosof�a le cambie, ni deshacerse de su propia naturaleza. La moralidad consiste en el esfuerzo por alcanzar un fin que se considera justificado; perseguirlo le es inherente al ser humano, mientras que el displacer que conlleve no inhiba el deseo. Y esta es la esencia de todo querer verdadero. La �tica no descansa en la extinci�n de toda b�squeda de placer para que p�lidas ideas abstractas puedan ejercer su dominio all� donde no encuentran resistencia de un fuerte anhelo de gozo de la vida, sino que se basa en la voluntad poderosa sostenida por la intuici�n ideal, que alcanza sus fines aunque el camino hacia ellos est� lleno de espinas.

Las ideales morales surgen de la imaginaci�n moral del hombre. Su realizaci�n depende de que el hombre los desee con suficiente fuerza para superar el sufrimiento y las penalidades. Son sus intuiciones, son los impulsos que su esp�ritu suscita; �l los quiere, porque su realizaci�n es su mayor placer. No necesita que la �tica primero le prohiba buscar el placer, para luego dictarle qu� es por lo que debe esforzarse. El aspirar� a ideales morales, si su imaginaci�n moral es suficientemente activa como para sugerirle intuiciones que confieran a su voluntad la fuerza para vencer los obst�culos inherentes a su propia organizaci�n, incluido el sufrimiento inevitable.

Quien aspira a ideales sublimes, lo hace porque ellos forman el contenido de su ser, y su realizaci�n ser� para �l un gozo en comparaci�n con el cual, el placer por la pobre satisfacci�n de los impulsos cotidianos es insignificante. Los idealistas se deleitan espiritualmente convirtiendo en realidad sus ideales.

Quien quiera erradicar el placer de la satisfacci�n del deseo humano, tendr� primero que hacer esclavo al hombre para que no act�e porque quiere, sino porque debe. Pues la consecuci�n de lo que se quiere, da placer. Lo que se llama el Bien no es lo que el hombre debe sino lo que quiere, si desarrolla su total y verdadera naturaleza humana. Quien no reconozca esto tendr� primero que quitarle al hombre lo que �l quiere, para prescribirle despu�s desde afuera el contenido que debe dar a su querer.

El hombre confiere valor a la realizaci�n de un apetito porque �ste procede de su ser. Lo alcanzado tiene valor porque ha sido querido. Si se niega valor a los fines del querer humano como tal, habr� que tomar los fines valiosos de algo que el hombre no quiere.

La �tica basada en el pesimismo tiene su origen en el menosprecio de la imaginaci�n moral. S�lo quien no considere al esp�ritu humano individual capaz de darse a s� mismo el contenido de su deseo, puede buscar en el anhelo de placer el contenido total de su volici�n. El hombre sin imaginaci�n no crea ideas morales. Le tienen que ser dadas. Su naturaleza f�sica se ocupa de buscar satisfacci�n de sus apetitos inferiores. Pero los apetitos que proceden del esp�ritu tambi�n pertenecen al desarrollo total del hombre. S�lo si se piensa que el hombre carece de deseos espirituales se puede afirmar que los debe recibir del exterior. Entonces tambi�n estar� justificado decir que el hombre tiene la obligaci�n de hacer lo que no quiere. Toda �tica que exige que el hombre reprima su querer para llevar a cabo tareas que no quiere, no tiene en cuenta al hombre total, sino al hombre que carece de facultad de desear lo espiritual. Para el hombre desarrollado armoniosamente, las llamadas ideas del Bien no se hallan fuera, sino dentro de la esfera de su ser. El actuar moral no consiste en la erradicaci�n de la voluntad personal unilateral, sino en el desarrollo total de la naturaleza humana. Quien considere que los ideales morales s�lo son alcanzables si el hombre mata su propia voluntad, no sabe que estos ideales son tan queridos por el hombre como la satisfacci�n de los llamados instintos animales.

Es innegable que las ideas que hemos caracterizado aqu� pueden malentenderse f�cilmente. El hombre inmaduro y sin imaginaci�n moral gusta considerar los instintos de su naturaleza semidesarrollada como expresi�n acabada de lo humano, y rechaza todas las ideas morales no producidas por �l mismo, para poder “disfrutar de la vida” sin ser molestado. Es evidente que lo que es v�lido para la naturaleza semidesarrollada. A quien a�n necesita que la educaci�n le ayude a alcanzar el punto en el que su naturaleza moral pueda empezar a superar sus pasiones inferiores, no se le puede exigir lo mismo que al hombre maduro. Pero no se trata de indicar aqu� qu� es lo que se debe inculcar al hombre no desarrollado, sino lo que hay en el ser del hombre maduro. Pues se trataba de demostrar la posibilidad de la libertad; y �sta no aparece en las acciones dictadas por la necesidad de los sentidos o an�mica, sino en las acciones basadas en intuiciones espirituales.

Este hombre totalmente maduro se otorga a s� mismo su valor. No busca el placer que como gracia le tiende la Naturaleza o el Creador; ni tampoco cumple con el deber abstracto que reconoce como tal despu�s de haber renunciado a la b�squeda de placer. Act�a como �l quiere, de acuerdo con sus intuiciones �ticas; y vivencia su verdadero goce de la vida comparando lo alcanzado con lo deseado. La �tica que sustituye el deber por el querer y la obligaci�n por la inclinaci�n, determina consecuentemente el valor del hombre seg�n la relaci�n entre lo que exige el deber y lo que �l realiza. Mide al hombre con algo ajeno a su ser.

La opini�n aqu� expuesta conduce al hombre hacia s� mismo. Reconoce como verdadero valor de la vida s�lo lo que el individuo considera como tal, de acuerdo con su querer. Rechaza tanto un valor de la vida no reconocido por el individuo, como una finalidad de la vida que no proceda del individuo. Ve en la esencia universal y verdadera del individuo a su propio se�or y a su propio juez.

Suplemento para la nueva edici�n (1918).

Se interpretar� mal lo expuesto en este cap�tulo, si uno se queda solamente en la objeci�n aparente de que el querer humano como tal es justamente lo irracional para que comprendiera entonces que la finalidad de la b�squeda �tica consiste en la liberaci�n final del querer. A m� se me ha hecho este tipo de objeci�n aparente por parte de una fuente competente, dici�ndome que ser�a precisamente objeto del fil�sofo llevar a cabo lo que la falta de pensamiento de los animales y de la mayor�a de los hombres ha descuidado, esto es, hacer un verdadero balance de la vida. Pero de hecho, quien haga esta objeci�n no tiene en cuenta lo principal: para que la libertad realmente se realice es necesario que el querer de la naturaleza humana est� basado en el pensar intuitivo; pero al mismo tiempo resulta que puede haber un querer condicionado por otro factor que el de la intuici�n, y que la moral y su valor solamente resultan de la libre realizaci�n de la intuici�n que fluye de la naturaleza humana. El individualismo �tico puede exponer la moral en toda su dignidad, pues no opina que lo verdaderamente �tico sea lo que de forma externa hace concordar al querer con una norma, sino que es aquello que surge del hombre cuando despliega en s� el querer moral como un elemento de su ser total, de modo que hacer lo inmoral le aparece como una mutilaci�n y una deformaci�n de su ser.


1 “Fenomenolog�a de la conciencia moral”

2 “Filosof�a del inconsciente”. 7� edici�n, vol. II p�g.

3 Quien quiera calcular cu�l es la suma global predominante, la del placer o la del displacer, no se da cuenta de que plantea un c�lculo de algo que no se puede vivenciar. El sentimiento no calcula, y para la evaluaci�n real de la vida, lo que entra en consideraci�n es la experiencia real, no el resultado de una cuenta imaginaria.

4 Filosof�a del inconsciente. Vol. II.

5 No consideramos aqu� el caso en el que un excesivo aumento del placer lo convierte en displacer.