XII

LA IMAGINACI�N MORAL
(Darwinismo y moral)

El esp�ritu libre act�a de acuerdo con sus impulsos, esto es, de acuerdo con intuiciones que �l escoge del total de su mundo de ideas, por medio del pensar. Para el esp�ritu no libre, la raz�n por la que escoge de su mundo de ideas una intuici�n determinada sobre la que basar sus actos, reside en el mundo de la percepci�n que le es dado, es decir, en sus experiencias pasadas. Antes de tomar una decisi�n recuerda lo que otro ha hecho o considerado conveniente en un caso similar al suyo, o lo que Dios ordena para este caso, etc., y act�a de acuerdo con ello. Para el esp�ritu libre estas condiciones previas no son los �nicos impulsos de su actuar. Toma una decisi�n totalmente original. No le preocupa ni lo que otros han hecho, ni lo que han ordenado para este caso. Tiene razones puramente ideales que le mueven a escoger de la suma de sus conceptos justamente uno determinado y llevarlo a cabo con su acci�n. Esta, sin embargo, pertenecer� a la realidad perceptible. Lo que �l realiza ser� id�ntico, por lo tanto, a un contenido de percepci�n bien determinado. El concepto tendr� que realizarse en un hecho particular concreto; pero como concepto no podr� contener este hecho particular. S�lo podr� relacionarse con �l como se relacionan generalmente un concepto con una percepci�n, como por ejemplo el concepto le�n con un le�n particular. El nexo entre concepto y percepci�n es la representaci�n (ver cap. VI).

Al esp�ritu no libre este nexo de uni�n le viene dado de antemano. Los motivos se encuentran en su conciencia, como representaciones, desde el principio. Cuando �l quiere llevar algo a cabo, lo hace como lo ha visto hacer o como se le ordena en ese caso particular. La autoridad act�a, por tanto, con m�xima eficacia a trav�s de ejemplos esto es, haciendo llegar a la conciencia del esp�ritu no libre acciones particulares bien determinadas. El cristiano obra menos seg�n las ense�anzas que seg�n el ejemplo del Redentor. Las normas son menos efectivas para el obrar positivo que para reprimir acciones espec�ficas. Las leyes toman la forma general del concepto s�lo cuando prohiben actos, pero no cuando los prescriben. Las leyes sobre lo que debe hacer hay que d�rselas al esp�ritu no libre de forma muy concreta: “limpia la acera de tu casa”, “paga el coste de tus impuestos en la ventanilla X”, etc. Las leyes que prohiben actos se dan en forma de conceptos: “�No robar�s!”, “�No cometer�s adulterio!”. Estas leyes influyen sobre el esp�ritu no-libre s�lo por referencia a una representaci�n concreta, por ejemplo, al castigo correspondiente en esta vida, al cargo de conciencia, a la perdici�n eterna, etc.

Tan pronto como surge un impulso para actuar de forma conceptual general (por ejemplo: “�Haz bien a tu pr�jimo!”, “�Vive de manera que favorezcas tu bienestar!”) es necesario encontrar primero para cada caso la representaci�n concreta de la acci�n (la relaci�n del concepto con el contenido de una percepci�n). Al esp�ritu libre a quien no impulsa ni el ejemplo, ni el miedo al castigo, etc., le es siempre necesaria esta conversi�n del concepto en representaci�n. El hombre produce representaciones concretas, a partir de la suma de sus ideas, ante todo por medio de la imaginaci�n. Lo que el esp�ritu libre necesita para realizar sus ideas, para afirmarse, es, por lo tanto, la imaginaci�n moral. Es la fuente del actuar del esp�ritu libre. Por lo tanto, solamente los hombres con imaginaci�n moral son tambi�n productivos a nivel moral. Los meros predicadores moralistas, gente que propone reglas morales que no pueden concretar en representaciones espec�ficas, son moralmente improductivos. Se parecen a los cr�ticos que saben analizar inteligentemente c�mo se debe crear una obra de arte, pero que son incapaces de producir lo m�s m�nimo.

La imaginaci�n moral, para realizar su representaci�n, tiene que entrar en una determinada esfera de percepciones. La acci�n del hombre no crea percepci�n alguna, sino que transforma las que ya existen, les da una forma nueva. Para poder transformar un determinado objeto de percepci�n, o una suma de objetos, de acuerdo con una representaci�n moral, es necesario haber comprendido el principio que rige el contenido de la imagen perceptual (el modo de actuar que se quiere transformar o dar otra direcci�n). Hay que encontrar, adem�s la manera que permita transformar este principio en otro nuevo. Esta parte de la actividad moral descansa en el conocimiento del mundo fenom�nico del que uno se ocupa. Hay que buscarlo, por lo tanto, en alguna rama del conocimiento cient�fico. La acci�n moral presupone, por tanto, adem�s de la facultad de formar ideas morales,1 y de la imaginaci�n moral, la capacidad de transformar el mundo de las percepciones, sin violar las leyes naturales que las relacionan entre s�. Esta capacidad es la t�cnica moral. Se puede aprender lo mismo que se aprende una ciencia. Por lo general los hombres est�n mejor dotados para encontrar los conceptos del mundo ya dado, que para determinar creativamente, por medio de la imaginaci�n, los actos futuros todav�a no realizados. Por esto es muy posible que hombres sin imaginaci�n moral tomen las representaciones morales de otros y que las apliquen con destreza a la realidad. Tambi�n puede suceder lo contrario, que haya hombres con imaginaci�n moral pero sin habilidad t�cnica, y tiene entonces que valerse de otros para llevar a cabo sus ideas.

En la medida en que para actuar moralmente es necesario el conocimiento de los objetos de nuestro conocimiento. Lo que nos ocupa aqu� son leyes de la naturaleza. Se trata, por lo tanto, de ciencias naturales, no de �tica.

La imaginaci�n moral y la facultad de formar ideas morales s�lo pueden convertirse en objeto de conocimiento despu�s de que el individuo las ha producido. Pero entonces no regulan m�s la vida, sino que ya la han regulado. Deben considerarse como causas activas lo mismo que todas las dem�s (son fines �nicamente para el sujeto). Las consideramos como una ciencia natural de las ideas morales. Aparte de ella no puede haber una �tica como ciencia de las normas.

Se ha querido mantener el car�cter normativo de las leyes morales, por lo menos en la medida en que se ha entendido la �tica en el mismo sentido que la diet�tica que deduce de las condiciones de la vida del organismo, reglas generales para influir sobre el cuerpo de una manera determinada. (Paulsen, “Sistema de la �tica”). Esta comparaci�n es err�nea porque no puede compararse nuestra vida moral con la vida del organismo. La actividad del organismo funciona sin nuestra participaci�n; encontramos sus leyes en el mundo como algo dado, podemos, por tanto, buscarlas, y una vez encontradas aplicarlas. Sin embargo, las leyes morales las tenemos que crear nosotros primero. No podemos aplicarlas antes de haberlas creado. El error se debe a que el contenido de las leyes morales no se crea en cada instante, sino que se hereda. Las recibidas de los antepasados aparecen entonces como algo dado, como las leyes naturales del organismo. Sin embargo, una generaci�n posterior no podr� justificar su aplicaci�n como si fueran normas diet�ticas. Pues se refieren al individuo y no, como en las leyes naturales, a un ejemplar de esa especie y vivir� de acuerdo a las leyes de la naturaleza si en mi caso particular aplico las leyes naturales de mi especie; como ser moral soy individuo y tengo mis propias leyes.2

La opini�n aqu� sostenida parece estar en contradicci�n con la doctrina fundamental de las ciencias naturales modernas que se conoce como teor�a de la evoluci�n. Pero s�lo lo parece. Por evoluci�n se entiende el desarrollo real de lo posterior a partir de lo anterior de acuerdo con las leyes naturales. En el mundo org�nico se entiende por evoluci�n el hecho de que las formas org�nicas posteriores (m�s perfectas) son descendientes reales de las anteriores (imperfectas), y que se han desarrollado a partir de �stas seg�n leyes naturales. Los defensores de la teor�a de la evoluci�n org�nica tendr�an que imaginarse que hubo un periodo en la Tierra en el que un ser habr�a podido seguir con sus propios ojos la transformaci�n gradual de los primitivos amniotas en reptiles, si hubiera podido estar all� como observador y hubiera estado dotado de una vida suficientemente larga. Igualmente, los evolucionistas tendr�an que imaginarse que un ser habr�a podido observar la formaci�n de nuestro sistema solar a partir de la primitiva nebulosa de Kant-Laplace, si durante este tiempo infinitamente largo hubiese podido permanecer en un sitio adecuado dentro de la regi�n del �ter c�smico. No entra aqu� en consideraci�n el que seg�n esta representaci�n, tanto la naturaleza de los amniotas primitivos como la de la nebulosa c�smica de Kant-Laplace tendr�an que pensarse de un modo muy distinto a como lo hacen los pensadores materialistas. Y a ning�n evolucionista deber�a ocurr�rsele afirmar que de su concepto del primitivo amniota pueda derivarse el del reptil con todas sus propiedades, m�xime si jam�s ha visto un reptil. As�, tampoco debiera derivarse la idea de nuestro sistema solar a partir del concepto de la nebulosa c�smica de Kant-Laplace, si se piensa que este concepto est� determinado por la percepci�n directa de la nebulosa c�smica. En otras palabras: el evolucionista debe afirmar, si piensa consecuentemente, que realmente de las fases evolutivas anteriores se desarrollan las posteriores; y que, si nos son dados los conceptos de lo imperfecto y de lo perfecto, podemos comprender su relaci�n; pero de ning�n modo debiera admitir que el concepto obtenido sobre lo anterior es suficiente para desarrollar de �l lo posterior. De esto resulta que el moralista puede comprender la relaci�n de los conceptos morales posteriores con los anteriores; pero que no puede obtener ni una sola idea moral nueva de las anteriores. Como ser moral, el individuo produce su propio contenido. Para la �tica el contenido as� producido es algo tan dado como para el naturalista lo son los reptiles. Los reptiles se han desarrollado de los amniotas primitivos, pero el naturalista no puede derivar de ese concepto el de los reptiles. Las ideas morales posteriores se desarrollan de las anteriores; pero la �tica no puede desarrollar de los conceptos morales de un periodo cultural anterior los de uno posterior. La confusi�n se debe a que como naturalistas partimos de los hechos que tenemos ante nosotros, y s�lo despu�s los observamos para llegar a conocerlos; mientras que en la actividad moral somos nosotros mismos los que creamos primero los hechos que luego incorporamos a nuestro conocimiento. En el proceso evolutivo del orden moral del mundo realizamos lo que la Naturaleza hace a un nivel inferior: transformamos lo perceptible. Por lo tanto, la norma �tica no puede se objeto de conocimiento como lo es una ley de la naturaleza, sino que tiene que ser creada. S�lo cuando ya existe, puede ser objeto del conocimiento.

As� pues, �no podemos entonces juzgar lo nuevo seg�n lo antiguo? �No se ve todo hombre obligado a comparar lo producido por su imaginaci�n moral, con las doctrinas �ticas tradicionales? Para aquello que debe manifestarse como algo moralmente productivo, esto ser�a tan absurdo como si uno quisiera comparar una forma nueva de la naturaleza con la antigua, y dijera: como los reptiles no concuerdan con los amniotas primitivos, son formas no justificadas (patol�gicas).

El individualismo �tico, por tanto, no est� en contradicci�n con una teor�a de la evoluci�n correctamente comprendida, sino que resulta directamente de �sta. El �rbol geneal�gico de Haeckel, desde los protozoos hasta el hombre como ser org�nico, deber�a poder ser seguido sin interrupci�n por las leyes naturales y sin romper la continuidad de la evoluci�n, hasta llegar al individuo como ser moral en un sentido determinado.

Pero en modo alguno podr�a deducirse de una naturaleza anterior una posterior. As� como es verdad que las ideas morales del individuo se han desarrollado visiblemente a partir de las de sus antepasados, tambi�n es cierto que este individuo ser� moralmente improductivo si carece de ideas morales propias.

El mismo individualismo �tico que he desarrollado sobre la base de las consideraciones precedentes, podr�a tambi�n derivarse de la teor�a de la evoluci�n. La conclusi�n final ser�a la misma, s�lo que el camino de llegar a ella ser�a distinto.

La aparici�n de ideas morales totalmente nuevas a partir de la imaginaci�n moral es para la teor�a de la evoluci�n tan poco sorprendente como la aparici�n de una nueva especie animal a partir de otra. S�lo que esta teor�a, como concepci�n monista del mundo, tiene que rechazar, tanto en la vida moral como en la natural, toda influencia trascendente (metaf�sica), meramente deducida y no vivenciable a nivel ideal. Con ello sigue el mismo principio que tambi�n la gu�a cuando busca las causas de nuevas formas org�nicas, pero sin invocar la intervenci�n de un ser extraterrenal, que produce toda nueva especie como resultado de un pensar creador nuevo por influencia sobrenatural. As� como el monismo no necesita ning�n pensamiento creador sobrenatural para explicar un ser vivo, le es tambi�n imposible deducir el orden moral del mundo a partir de causas que no se hallen dentro del mundo sensible.

El monismo no puede admitir que la esencia de una voluntad moral quede totalmente explicada atribuy�ndola a una influencia continua sobrenatural en la vida moral (un gobierno universal divino desde afuera), o a una revelaci�n determinada en el tiempo (los de los Diez Mandamientos), o al advenimiento de Dios en la Tierra (Cristo). Todo lo que de esta manera sucede al hombre y en el hombre s�lo llega a ser algo moral cuando en la vivencia humana se transforma en aquello propio del individuo. Para el monismo, los procesos morales son, como todo lo que existe, productos del mundo, y hay que buscar sus causas en el mundo, esto es, en el hombre, puesto que el hombre es portador de la moral.

Quien con mentalidad estrecha asigne, desde un principio, al concepto de lo natural una esfera arbitrariamente limitada, puede f�cilmente llegar a no encontrar en ella espacio para un obrar individual libre. El evolucionista consecuente no puede caer en semejante estrechez mental. No puede dar por concluida la evoluci�n natural con el mono, y atribuir al hombre un origen “sobrenatural”; incluso, en su b�squeda de los antepasados naturales del hombre tiene que buscar el esp�ritu de la naturaleza; tampoco puede limitarse a las funciones org�nicas del hombre y tomarlas como las �nicas naturales, sino que debe considerar la vida moral libre como continuaci�n espiritual de la vida org�nica.

Lo �nico que el evolucionista puede afirmar, seg�n sus principios, es que la actividad moral actual procede de otras formas del acontecer del mundo; tiene que dejar la caracterizaci�n de la acci�n, esto es, su determinaci�n como acto libre, a la observaci�n directa del acto. En realidad s�lo afirma que el hombre proviene de antepasados no humanos. Como est�n formados los hombres hay que comprobarlo a trav�s de su propia observaci�n. Los resultados de esta observaci�n no podr�n estar en contradicci�n con una historia de la evoluci�n correctamente enfocada. S�lo la afirmaci�n de que esos resultados excluyen un orden natural del mundo, impedir�a su acuerdo con la nueva orientaci�n de la ciencia natural.3

El individualismo �tico no tiene nada que temer de la ciencia natural que se entiende a s� misma, pues la observaci�n demuestra que lo caracter�stico de la forma perfecta del actuar humano es la libertad. Hay que atribuir esta libertad a la voluntad humana en tanto que ella realiza intuiciones puramente ideales. Pues estas intuiciones no son el resultado de una necesidad que act�a desde fuera, sino que est�n basadas en s� mismas. Si el hombre encuentra que su actuar es el reflejo de una intuici�n ideal de este tipo, la vivencia entonces como una acci�n libre. La libertad se encuentra en esta caracter�stica de una acci�n. �C�mo queda entonces, desde este punto de vista, la distinci�n ya mencionada anteriormente (cap. I) entre las dos afirmaciones: “Ser libre significa poder hacer lo que uno quiere”, y la otra “ser libre para poder desear o no desear es la base del dogma de la libre voluntad”? Hamerling fundamenta precisamente en esta distinci�n su posici�n respecto a la libre voluntad, declarando exacta la primera y una tautolog�a absurda la segunda. Dice: “Yo puedo hacer lo que quiero. Pero decir que puedo querer lo que quiero, es una tautolog�a”. Que yo pueda hacer, es decir, hacer realidad lo que quiero, depende de las circunstancias externas y de mi habilidad t�cnica (ver m�s arriba). Ser libre significa poder determinar por uno mismo, por medio de la imaginaci�n moral, las representaciones (motivos) en los que se basa el actuar. La libertad es imposible si algo externo a m� (un proceso mec�nico, o un Dios extraterrenal meramente inferido) determina mis representaciones morales. Por lo tanto, soy libre �nicamente cuando soy yo mismo quien produce esas representaciones, no cuando puedo ejecutar los motivos que otro ser me ha impuesto. Un ser libre es aqu�l que puede querer lo que �l mismo juzga correcto. Quien hace otra cosa distinta de lo que �l quiere, tiene que ser impulsado a ello por motivos que no son suyos. Tal hombre act�a de manera no-libre voluntariamente. Esto naturalmente es tan absurdo como entender la libertad como la capacidad de poder hacer lo que uno tiene que querer. Esto es lo que afirma Hamerling cuando dice:

“Es absolutamente cierto que la voluntad siempre est� determinada por motivos, pero es absurdo decir que sea no-libre por ello; pues no se puede desear ni imaginar una libertad mayor que la de realizarse uno mismo de acuerdo a su propia capacidad y determinaci�n”.

Claro que s� se puede desear una libertad mayor, y s�lo �sta es la verdadera, a saber: determinar por uno mismo los motivos de su querer.

En ciertas circunstancias el hombre puede verse inducido a no llevar a cabo lo que quiere. Dejar que le prescriban lo que �l debe hacer, querer lo que otro y no �l mismo considera correcto, a esto s�lo puede doblegarse si no se siente libre.

Las presiones externas me pueden impedir que yo haga lo que quiero. Entonces me condenan simplemente a la inactividad, o a la falta de libertad. S�lo si sojuzgan mi esp�ritu, echan de mi mente mis motivos y ponen en su lugar los suyos muestran la intenci�n de negar mi libertad. De ah� que la iglesia se dirija no s�lo contra el hacer, sino principalmente contra los pensamientos impuros, esto es, contra los motivos de mi actuar. Me hace no-libre si considera impuros todos los motivos no indicados por ella. Una iglesia o cualquier otra comunidad genera falta de libertad cuando sus sacerdotes o maestros se convierten en guardianes de la conciencia, es decir, cuando los creyentes se ven obligados a recibir de ellos (en el confesionario) los motivos de su actuar.

Suplemento para la nueva edici�n (1918)

En estas exposiciones sobre la voluntad humana se describe lo que el hombre puede vivenciar en su actuar para llegar, por medio de esta vivencia, a tomar conciencia de que “mi voluntad es libre”. Es especialmente significativo que la justificaci�n para llamar libre un acto volitivo se alcance por la vivencia de que en la volici�n se realiza una intuici�n ideal. Esto s�lo puede ser resultado de la observaci�n, pero lo es en el sentido en que el hombre observa que su volici�n se halla dentro de una corriente evolutiva cuya finalidad reside en alcanzar la posibilidad de un querer basado en la pura intuici�n ideal. Es posible alcanzar esta posibilidad porque en la intuici�n ideal no act�a nada m�s que su propia esencia fundada en s� misma. Cuando una intuici�n de este tipo est� presente en la conciencia humana, no es que se haya desarrollado a partir de los procesos del organismo (ver cap. IX), sino que la actividad org�nica se ha retirado, para dejar sitio a la actividad ideal. Si observo una volici�n que es reflejo de la intuici�n, es que la actividad org�nica necesaria tambi�n se ha retirado de dicha volici�n. El acto volitivo es libre. No podr� observar esta libertad del querer quien no sea capaz de ver que el querer libre consiste en que primero se paraliza, se reprime la actividad necesaria del organismo humano, por el elemento intuitivo, siendo sustituida por la actividad espiritual de la voluntad impulsada por las ideas. S�lo quien no es capaz de hacer esta observaci�n del doble aspecto de la volici�n libre cree que todo acto volitivo carece de libertad. Sin embargo, quien sea capaz de hacer dicha observaci�n, llegar� a comprender que el hombre no es libre mientras no logre completar el proceso de represi�n de la actividad org�nica; pero que esta falta de libertad tiende a la libertad, y �sta no es en absoluto un ideal abstracto, sino una fuerza directriz inherente a la naturaleza humana. El hombre es libre en la medida en que es capaz de realizar en su querer la misma disposici�n an�mica que vive en �l cuando es consciente de la formaci�n de intuiciones puramente ideales (espirituales).


1 S�lo un criterio superficial podr�a considerar el uso del t�rmino “facultad” aqu� y en otros pasajes de este libro, como una vuelta a la teor�a de la psicolog�a antigua relativa a las facultades del alma. El sentido de esta palabra viene dado exactamente en relaci�n con lo expresado en el cap�tulo V.

2 Cuando Paulsen dice en el libro mencionado: “Las disposiciones naturales y las distintas condiciones de vida exigen, lo mismo que una dieta corporal distinta, tambi�n una dieta espiritual-moral diferente”, se acerca al conocimiento correcto, pero no da con el punto decisivo. En tanto que soy individuo no necesito dieta. La diet�tica es el arte de armonizar cada ejemplar de una especie con las leyes generales de la misma. Pero como individuo no soy un ejemplar de la especie.

3 Considerar los pensamientos (las ideas �ticas) como objetos de la observaci�n est� justificado. Pues aunque durante la actividad pensante las im�genes del pensar no entran en el campo de la observaci�n, si pueden, sin embargo, ser despu�s objeto de la observaci�n. Y as� como hemos llegado a nuestra caracterizaci�n del actuar.