IX

LA IDEA DE LA LIBERTAD

Para el conocimiento, el concepto de �rbol est� condicionado por la percepci�n del �rbol. Ante una percepci�n determinada s�lo puedo seleccionar un concepto espec�fico del sistema general de conceptos. La relaci�n entre concepto y percepci�n es determinada por el pensar, indirecta y objetivamente, en la percepci�n; pero la unidad de ambos est� determinada por la cosa en s�.

Este proceso se presenta de modo distinto cuando consideramos el conocimiento y la relaci�n entre el hombre y el mundo que surge en el conocimiento.

En las consideraciones precedentes hemos tratado de mostrar que es posible explicar esta relaci�n a trav�s de una observaci�n objetiva de la misma. Una comprensi�n correcta de esta observaci�n lleva a la conclusi�n de que el pensar puede ser observado directamente como una entidad completa en s� misma. Quien considere necesario para explicar el pensar, aportar algo m�s, como procesos f�sicos del cerebro, o procesos mentales inconscientes detr�s del pensar consciente observable, no valora justamente lo que la observaci�n objetiva del pensar le ofrece. Quien observa el pensar vive, durante la observaci�n, directamente dentro del tejer de una esencia espiritual basada en s� misma. Es m�s se puede decir que quien quiera captar la naturaleza de lo espiritual en la forma en que �sta se le presenta al hombre de manera m�s inmediata, puede encontrarla en la actividad del pensar basado en s� mismo.

En la observaci�n del pensar mismo se encuentra unido lo que de otra manera siempre tiene que aparecer separado: concepto y percepci�n. Quien no llegue a entender esto s�lo podr� ver en los conceptos formados en relaci�n con las percepciones reproducciones vagas de estas percepciones y las percepciones le presentar�n la verdadera realidad. Se construir� un mundo metaf�sico seg�n el modelo del mundo que percibe, y lo llamar� mundo de �tomos, mundo de voluntad, mundo espiritual inconsciente, etc., cada cual seg�n su representaci�n. Y no se dar� cuenta de que con todo ello solamente quede construido un mundo metaf�sico hipot�tico de acuerdo con su mundo de percepci�n. Sin embargo, quien comprenda lo que tiene lugar en el pensar, reconocer� que en la percepci�n s�lo se nos presenta una parte de la realidad, y que la otra parte que la complementa, y que le permite aparecer como realidad completa, se vivencia en la penetraci�n de la percepci�n con el pensar. En lo que surge como pensar en la conciencia no ver� un reflejo vago de una realidad, sino una esencialidad espiritual basada en s� misma. Y de ella podr� decir que se presenta en la conciencia por intuici�n. La intuici�n es la experiencia consciente, a un nivel puramente espiritual, de un contenido espiritual puro. S�lo por medio de una intuici�n es posible captar la naturaleza del pensar.

S�lo si, a trav�s de la observaci�n imparcial, uno llega a conocer esta verdad sobre la esencia intuitiva del pensar, puede encontrar el camino libre para una contemplaci�n de la organizaci�n psico-f�sica del hombre. Se reconocer� que dicha organizaci�n no puede actuar sobre la esencia del pensar. Esto, a primera vista, parece estar en patente contradicci�n con hechos evidentes. Para la experiencia normal, el pensar humano aparece solamente en y a trav�s de esta organizaci�n. Esta manera de surgir el pensar es tan fuerte que s�lo podr� comprender su verdadero significado quien reconozca que esta organizaci�n no forma parte de la esencia del pensar. Y no escapar� a su atenci�n qu� singular es la relaci�n del pensar con la organizaci�n humana. Esta, de hecho, no influye en absoluto sobre la esencia del pensar; suspende su propia actividad y en su lugar aparece el pensar. La esencia que act�a en el pensar despliega una doble funci�n: primero reprime la propia actividad de la organizaci�n humana, y segundo se instala en su lugar.

Pues, lo primero, la represi�n de la organizaci�n corporal, es tambi�n consecuencia de la actividad del pensar, y m�s espec�ficamente, de aquella parte que prepara la aparici�n del pensar. Con esto se comprueba en qu� sentido el pensar encuentra su contraimagen en la organizaci�n corporal. Y cuando se comprende ya no se puede despreciar la importancia de esta contraimagen para el pensar mismo. Si alguien camina sobre un terreno blando, deja sus huellas marcadas en el suelo, y a nadie se le ocurrir� decir que las huellas han sido formadas por fuerzas del suelo desde abajo. No se les atribuir� a estas fuerzas participaci�n alguna en la formaci�n de las huellas. De la misma manera, quien observe sin prejuicios la naturaleza del pensar, no le atribuir� a ella ninguna participaci�n en la aparici�n de las huellas que se producen en el organismo corporal debido a que el pensar prepara su manifestaci�n por medio del cuerpo.1

Pero ahora surge una pregunta importante. Si la organizaci�n humana no participa en la esencia del pensar, �qu� significado tiene esta organizaci�n dentro de la entidad total del ser humano?. Pues bien, lo que ocurre en esa organizaci�n por el pensar no tiene nada que ver con la esencia del pensar, pero s� con la formaci�n de la conciencia del Yo a partir de ese pensar. Dentro de la propia esencia del pensar se halla ciertamente el “Yo” real, pero no la conciencia del Yo. Esto lo comprende quien observe el pensar objetivamente. El “Yo” se halla dentro del pensar; la “conciencia del Yo” surge porque las huellas de la actividad pensante se imprimen en la conciencia general, en el sentido antes descrito. (La conciencia del Yo se genera por la organizaci�n corporal; lo que no se debe confundir, en absoluto, con la afirmaci�n de que, una vez producida la conciencia del Yo, �ste haya de quedar dependiente de la organizaci�n corporal. Una vez generada, es acogida en el pensar y, a partir de ah�, forma parte de su esencia espiritual).

La “conciencia del Yo” se basa en la organizaci�n humana. De �sta fluyen los actos volitivos. En la l�nea de lo expuesto anteriormente, s�lo ser� posible comprender la relaci�n entre el pensar, el Yo consciente y el acto volitivo, si se observa en primer lugar c�mo el acto volitivo procede de la organizaci�n humana.2

En todo acto volitivo, se ha de considerar el motivo y el impulso. El motivo es un factor conceptual o imaginativo; el impulso es el factor de la voluntad, directamente condicionado por la organizaci�n humana. El factor conceptual, o motivo, es la causa determinante moment�nea de la voluntad; el impulso es la causa determinante permanente del individuo. Motivo de la voluntad puede ser un concepto puro, o un concepto relacionado con alguna percepci�n, es decir, una representaci�n. Conceptos generales y conceptos individuales (representaciones) llegan a ser motivos de la voluntad porque influyen sobre el individuo humano y le determinan a actuar de una manera espec�fica. Un mismo concepto o bien, una misma representaci�n, influyen sin embargo de distinta manera sobre distintos individuos. Inducen a distintas personas a acciones diferentes. La voluntad, por lo tanto, no es solamente resultado del concepto o de la representaci�n, sino tambi�n de la naturaleza individual del hombre. Llamaremos a esta naturaleza individual — siguiendo la terminolog�a de Eduard von Hartmann — la disposici�n caracterol�gica.

La manera en la que concepto y representaci�n influyen sobre la disposici�n caracterol�gica de una persona, da a su vida un sello moral o �tico determinado.

La disposici�n caracterol�gica se forma por el contenido m�s o menos permanente de nuestra vida subjetiva, esto es, por el contenido de nuestras representaciones y de nuestros sentimientos. El que una representaci�n moment�nea que surge en m�, me incite o no a un acto volitivo, depende de c�mo influya sobre el contenido de mis dem�s representaciones y sobre mis sentimientos personales. El contenido de mis representaciones, sin embargo, se halla a su vez condicionado por la suma de aquellos conceptos que en el curso de mi vida individual se hayan formado en relaci�n con percepciones, esto es, que hayan llegado a hacerse representaciones. Esto, una vez m�s, depende de mi mayor o menor capacidad de intuici�n y del alcance de mis observaciones, esto es, de los factores subjetivos y objetivos de mis experiencias, de mi determinaci�n interior y de las condiciones de mi vida. Mi disposici�n caracterol�gica se halla determinada muy especialmente por mis sentimientos. De que yo vivencie una determinada representaci�n o un concepto como alegr�a o dolor depender� el que lo haga motivo de mi actuar o no.

Estos son los elementos que entran en consideraci�n en un acto volitivo. La representaci�n directamente presente o el concepto que convierte en motivo, determinan la finalidad, el objetivo de mi voluntad; mi disposici�n caracterol�gica me determina a dirigir mi actividad hacia ese fin. La idea de dar un paseo dentro de media hora, determina la finalidad de mi acci�n. Pero esta idea s�lo ser� elevada a motivo de la voluntad si encuentra una disposici�n caracterol�gica adecuada, es decir, si por las experiencias anteriores de mi vida me he formado una representaci�n del sentido que tiene dar un paseo, del valor de la salud y, adem�s, si la idea de dar un paseo est� unida en m� con el sentimiento del placer.

Por consiguiente, hemos de distinguir: 1. Las posibles disposiciones subjetivas capaces de convertir en motivos ciertas representaciones y conceptos; y 2. Las posibles representaciones y conceptos que pueden influir sobre mi disposici�n caracterol�gica de tal manera que se produzca un acto de voluntad. Las primeras representan los impulsos, las segundas los fines de la moral.

Los impulsos morales los podemos encontrar si examinamos de qu� elementos se compone la vida individual.

El primer nivel de la vida individual es la percepci�n, y m�s exactamente, la percepci�n a trav�s de los sentidos. Aqu� nos encontramos en esa esfera de nuestra vida individual en la que la percepci�n se traduce directamente en voluntad, sin intervenci�n de ning�n sentimiento o concepto. Este impulso humano se denominar� sencillamente instinto. La satisfacci�n de nuestras necesidades m�s elementales, puramente animales (el hambre, la relaci�n sexual, etc.), se forman de esta manera. La caracter�stica de la vida instintiva reside en la espontaneidad con que la percepci�n espec�fica libera la voluntad. Esta manera de determinar la voluntad, que originariamente s�lo es propia de la vida sensual inferior, puede tambi�n extenderse a las percepciones de los sentidos superiores. Ante la percepci�n de un suceso en el mundo exterior reaccionamos sin reflexionar y sin relacionarla con ning�n sentimiento especial, como ocurre en nuestro trato social convencional. El impulso de esta manera de actuar se llama tacto, o buen gusto moral. Cuanto m�s a menudo suceda que una percepci�n suscite esta clase de acci�n espont�nea, m�s capaz ser� la persona para actuar simplemente impulsada por el tacto; el tacto se convierte en su disposici�n caracterol�gica.

El segundo nivel de la vida humana es el sentimiento. Las percepciones del mundo exterior van acompa�adas de sentimientos espec�ficos. Estos sentimientos pueden traducirse en impulsos para actuar. Si veo un hombre hambriento, mi compasi�n hacia �l puede suscitar el impulso de mi acci�n. Algunos de estos sentimientos son: el pudor, el orgullo, la honra, la humildad, el arrepentimiento, la compasi�n, la venganza, la gratitud, la piedad, la lealtad, los sentimientos de amor y del deber.3

El tercer nivel de la vida es, finalmente, el del pensamiento y el de las representaciones. Por la mera reflexi�n puede traducirse una representaci�n o un concepto en motivo para actuar. Las representaciones se convierten en motivos debido a que a lo largo de la vida unimos constantemente determinados objetivos de la voluntad con percepciones que se repiten siempre de forma m�s o menos modificada. A esto se debe el que en personas con un grado de experiencia a�n no muy desarrollado, resulta que determinadas percepciones est�n siempre acompa�adas por la aparici�n en su conciencia de representaciones de acciones que ellos mismos ejecutaron en un caso similar o vieron a otros ejecutarlo. Estas representaciones se les presentan como modelos que determinan todas las decisiones y llegan a formar parte de su disposici�n caracterol�gica. Podemos llamar experiencia pr�ctica a este impulso de la voluntad. La experiencia pr�ctica se convierte poco a poco en actos dictados por el tacto. Esto sucede cuando determinadas im�genes de formas de actuar t�picas se han unido tan fuertemente en nuestra conciencia con representaciones de ciertas situaciones de la vida, en un caso dado, que pasamos directamente de la percepci�n al acto volitivo, prescindiendo de toda reflexi�n basada en la experiencia.

El grado superior de la vida individual lo constituye el pensar conceptual sin referencia a un contenido determinado de nuestras percepciones. Determinamos el contenido de un concepto por intuici�n pura extray�ndolo de la esfera de las ideas. Un concepto as� no contiene, por de pronto, relaci�n alguna con percepciones determinadas. Cuando ejecutamos un acto volitivo bajo la influencia de un concepto ligado a una percepci�n, esto es, de una representaci�n, entonces es esta percepci�n la que nos determina indirectamente a trav�s del pensar conceptual. Pero si actuamos bajo la influencia de intuiciones, el impulso de nuestro actuar es el pensar puro. Puesto que en la filosof�a se acostumbra a llamar raz�n a la facultad del pensar puro, queda justificado llamar raz�n pr�ctica, al impulso moral que corresponde a este nivel. La aportaci�n m�s clara con respecto a este impulso de la voluntad es la de Kreyenb�hl (Philosophische Monatshefte, Vol. XVIII, n�3). [Ethical-Spiritual Activity in Kant — e.Ed.] Considero su trabajo sobre este tema una de las contribuciones m�s importantes de la filosof�a actual, principalmente de la �tica. Kreyenb�hl llama a este impulso a priori pr�ctico, es decir, un impulso volitivo que surge directamente de mi intuici�n.

Es evidente que un impulso de este tipo no puede considerarse en sentido estricto que forme parte de la disposici�n caracterol�gica, puesto que lo que act�a como impulso ya no es algo meramente individual, sino el contenido ideal y, por tanto, universal de mi intuici�n. Tan pronto como yo considero justificado este contenido como base y punto de partida de una acci�n, paso al acto volitivo independientemente de si ya antes pose�a el concepto, o de si s�lo ha llegado a mi conciencia justo antes de mi acci�n; independientemente de que yo poseyera o no ese concepto en m� como disposici�n.

S�lo se produce un acto volitivo verdadero si un impulso moment�neo de la voluntad, en forma de un concepto o de una representaci�n, act�a sobre la disposici�n caracterol�gica. Tal impulso se convierte entonces en motivo de actuaci�n.

Los motivos de la moral son las representaciones y los conceptos. Hay moralistas que tambi�n consideran el sentimiento un motivo de la moral; afirman, por ejemplo, que la finalidad de la acci�n moral es la obtenci�n del mayor placer posible para el individuo que act�a. Pero el placer mismo no puede ser motivo, sino �nicamente la representaci�n del placer. La representaci�n de un sentimiento futuro, no el sentimiento mismo, puede influenciar mi disposici�n caracterol�gica. Pues el sentimiento mismo no existe en el momento de la acci�n, sino que ha de producirse por ella.

Tanto la representaci�n del bienestar propio, como la del ajeno se consideran, con raz�n, motivo de la voluntad. El principio de conseguir por medio de la acci�n la mayor cantidad de placer, es decir, de alcanzar la felicidad individual, se llama ego�smo. Se intenta alcanzar esta felicidad individual buscando s�lo el propio bien de forma implacable, incluso a costa de la felicidad de otros individuos (ego�smo puro), o bien promoviendo el bien de otros porque se espera indirectamente de la felicidad ajena una influencia sobre uno mismo, o porque causar perjuicio a otros podr�a poner en peligro los intereses propios (moral de prudencia). El contenido espec�fico de los principio �ticos ego�stas depender� de la idea que el hombre se haga de la propia felicidad o de la felicidad ajena. Cada uno determinar� el contenido de sus aspiraciones ego�stas seg�n lo que considere como bien (bienestar, esperanza de felicidad, liberaci�n de ciertos males, etc.).

Como otro motivo ha de considerarse el contenido puramente conceptual de una acci�n. Este contenido no se refiere solamente a la acci�n particular, como la representaci�n del propio placer, sino a la motivaci�n de una acci�n basada en un sistema de principios �ticos. Estos principios morales pueden regular la vida moral en forma de conceptos abstractos, sin que al sujeto le preocupe el origen de los conceptos. Consideramos entonces simplemente necesidad moral el sometimiento al concepto moral que act�a como mandamiento en nuestro actuar. La justificaci�n de esta necesidad la dejamos a quien exige la sumisi�n moral, esto es, a la autoridad moral que reconocemos (cabeza de familia, Estado, costumbre social, autoridad eclesi�stica, revelaci�n divina). Nos encontramos ante una clase especial de estos principios morales cuando el mandamiento se manifiesta, no a trav�s de una autoridad externa, sino desde nuestro propio interior (autonom�a moral). Percibimos entonces en nuestro propio interior la voz a la que debemos someternos. La expresi�n de esta voz es la conciencia.

Significa ya un progreso moral el que el hombre no haga simplemente motivo de su actuar el mandamiento de una autoridad exterior o interior, sino que se esfuerce por comprender la causa por la que un precepto dado de comportamiento debe actuar como motivo. Este es el progreso que va de la moral basada en la autoridad al actuar a partir de la comprensi�n moral. En este nivel moral el hombre tratar� de conocer las necesidades de la vida moral, y dejar� que este conocimiento determine sus actos. Tales necesidades son: 1.El bien m�ximo para la humanidad, como un fin en s� mismo; 2.El progreso cultural, o la evoluci�n moral de la humanidad hacia una perfecci�n cada vez mayor; 3.La realizaci�n de los objetivos de la moral individual, concebidos por la intuici�n pura.

El bien m�ximo para toda la humanidad ser� entendido, naturalmente, de diferente manera por distintas personas. La citada m�xima no se refiere a una idea determinada de este “bien”, sino a que todo el que reconozca este principio se esfuerce en hacer lo que en su opini�n m�s favorece al bienestar de la humanidad en general.

El progreso cultural es un caso especial del principio moral ya mencionado para todo aqu�l a quien los avances positivos de la cultura le producen un sentimiento de placer. Naturalmente tendr� que aceptar la p�rdida y destrucci�n de algunas cosas que tambi�n contribuyen al bien de la humanidad. Pero tambi�n es posible que alguien vea en el progreso cultural una necesidad moral, independientemente del sentimiento de placer que lleva consigo. En ese caso, este progreso ser� para �l otro principio especial adem�s del mencionado.

Tanto el principio del bien general, como el del progreso cultural est�n basados en la representaci�n, esto es, en c�mo relacionamos el contenido de las ideas morales con determinadas experiencias (percepciones). Sin embargo, el principio moral m�s elevado que podemos imaginarnos, es aqu�l que no tiene este tipo de relaci�n establecida de antemano, sino que surge de la intuici�n pura, y que s�lo despu�s busca alg�n v�nculo con la percepci�n (con la vida). En este caso, la determinaci�n sobre lo que se debe querer procede de otro criterio distinto que los casos precedentes. Quien se adhiere al principio moral del bien general, lo primero que se preguntar� en todas sus actuaciones ser� c�mo contribuyen sus ideales a ese fin.

Quien sigue el principio moral del progreso cultural actuar� de manera similar. Pero existe una forma a�n m�s elevada, aqu�lla que no parte de una finalidad moral preestablecida en cada caso, sino que da un determinado valor a todos los principios morales y que, ante cada caso, siempre se pregunta cu�l es el principio moral que tiene m�s importancia. Puede suceder que dependiendo de las circunstancias, alguien estime correcto, y por lo tanto motivo de su actuar, el est�mulo del progreso cultural, en otras, el del bien general, o en un tercer caso, el del bien propio. Pero s�lo cuando todas las dem�s razones determinantes pasan a segundo t�rmino entra en consideraci�n y en primer lugar la intuici�n conceptual misma. Con ello, los dem�s motivos dejan su posici�n dominante, y s�lo el contenido ideal de la acci�n act�a como motivo de la misma.

Entre los diversos niveles de la disposici�n caracterol�gica hemos visto que el m�s elevado es el pensar puro o raz�n pr�ctica. Entre los motivos hemos se�alado la intuici�n conceptual como el m�s elevado. Si lo consideramos m�s detenidamente, salta a la vista que en este nivel de moral el impulso y el motivo coinciden, es decir, que ni una disposici�n caracterol�gica determinada, ni la norma de un principio �tico exterior, influyen sobre nuestra conducta. La acci�n, por lo tanto, no se ejecuta de forma rutinaria siguiendo alguna regla, ni de manera autom�tica como respuesta a un impulso externo, sino que est� determinada �nicamente por su contenido ideal.

Tales actos presuponen la facultad de la intuici�n moral. Quien carece de la capacidad de vivenciar en s� el principio moral que se ajusta a cada caso, nunca llegar� a realizar un acto volitivo verdaderamente individual.

El principio �tico justamente opuesto a �ste es el de Kant: “Act�a de tal manera que los principio de tu acci�n puedan ser v�lidos para todos los hombres”. Este precepto significa la muerte de todo impulso individual. La norma para m� no puede ser c�mo actuar�an todos los hombres, sino qu� es lo que yo debo hacer en cada caso particular.

Un examen superficial podr�a quiz�s objetar a estas consideraciones: �C�mo puede la acci�n individual amoldarse al caso y a la situaci�n espec�ficos y, sin embargo, estar a la vez determinada de forma puramente ideal por la intuici�n? Esta objeci�n se basa en una confusi�n del motivo moral con el contenido perceptual de la acci�n. Este �ltimo puede ser motivo, y lo es de hecho, por ejemplo, en el caso del progreso cultural, de la acci�n por ego�smo, etc., pero cuando se act�a sobre la base de la intuici�n moral pura, no lo es. Mi yo, naturalmente, dirige su mirada hacia el contenido de la percepci�n, pero no se deja determinar por el mismo. S�lo utiliza este contenido para formarse un concepto cognoscitivo, pero el concepto moral correspondiente no lo toma el Yo del objeto. El concepto cognoscitivo de una situaci�n determinada que se me presenta es a la vez un concepto moral s�lo si yo parto del punto de vista de un principio moral determinado. Si �nicamente quisiera basarme en el principio moral de la evoluci�n cultural general, recorrer�a el mundo por un camino prefijado de antemano. De todo suceso que percibo y que me puede concernir, surge a la vez un deber moral, a saber: contribuir en lo que yo pueda para que ese suceso sirva para la evoluci�n cultural. Aparte del concepto que me revelan las relaciones naturales de un suceso o de una cosa, �stos llevan tambi�n una etiqueta moral que, para m�, como ser moral, contiene un precepto �tico que me indica c�mo debo comportarme. Esta etiqueta moral est� justificada dentro de su campo, pero a un nivel superior coincide con la idea que se me presenta en el caso concreto.

Los hombres son muy distintos en cuanto a su facultad intuitiva. En uno brotan las ideas con toda facilidad, otro las adquiere con esfuerzo. Las situaciones en las que viven los hombres y en donde desarrollan su actividad no son menos diferentes. C�mo act�a un hombre depender�, por tanto, de c�mo funciona su facultad intuitiva ante una situaci�n determinada. La suma de las ideas activas, el contenido real de nuestras intuiciones, es lo que constituye lo individual de cada persona, dentro de lo universal del mundo de las ideas. En tanto este contenido intuitivo influye en nuestro actuar, constituye el contenido moral del individuo. Permitir la expresi�n vital de este contenido es el impulso moral m�s elevado y, al mismo tiempo, el motivo m�s alto del hombre que comprende que en �ltimo t�rmino todos los dem�s principios morales se re�nen en este contenido. Este punto de vista puede llamarse el individualismo �tico.

El factor decisivo de una acci�n determinada intuitivamente en un caso concreto es descubrir la intuici�n totalmente individual que le corresponde. En este nivel de la moral podemos hablar de conceptos �ticos generales (normas, leyes) �nicamente en tanto que �stos resultan de la generalizaci�n de los impulsos individuales. Las normas generales presuponen siempre hechos concretos de los que pueden derivarse. Pero los hechos son producidos primero por el actuar humano.

Si buscamos los preceptos (lo conceptual de las acciones de los individuos, de los pueblos, y de las �pocas) obtenemos una �tica, pero no como ciencia de normas morales, sino como historia natural de la moral. S�lo las leyes as� obtenidas se relacionan con el actuar humano, lo mismo que las leyes naturales se relacionan con un fen�meno particular. Si se quiere comprender c�mo se origina la acci�n del hombre en su voluntad moral, hay que estudiar en primer lugar la relaci�n entre esa voluntad y la acci�n. Primero tenemos que prestar atenci�n a acciones en las que dicha relaci�n es el factor determinante. Si yo u otra persona reflexionamos m�s tarde sobre esa acci�n, podremos descubrir qu� principios morales han sido tenidos en cuenta. Mientras yo act�o me impulsa el principio moral en la medida en que �ste vive intuitivamente en m�. Est� unido a mi amor hacia el objetivo que quiero realizar con mi acci�n. No pregunto a nadie si debo ejecutar esa acci�n, ni tomo norma alguna como referencia, sino que la llevo a cabo en cuanto he aprehendido la idea. S�lo de esta manera es mi acci�n. Quien s�lo act�e de acuerdo a determinadas normas morales su acci�n ser� el resultado de los principios de su c�digo moral. El es mero ejecutor. Es un aut�mata superior. Introducid en su conciencia un est�mulo, e inmediatamente el mecanismo de sus principios morales se pone en movimiento, siguiendo su curso establecido para realizar una acci�n cristiana o humana que considere desinteresada, o una acci�n para el progreso cultural. S�lo cuando me gu�o por mi amor hacia el objeto, s�lo entonces soy yo mismo el que act�a. En este nivel de la moral no act�o porque me someto a un superior, ni a una autoridad externa, ni a la llamada voz interior. No reconozco ning�n principio externo para mis actos, porque he encontrado en m� mismo la raz�n de mi actuar, el amor a la acci�n. No examino intelectualmente si mi acci�n es buena o mala; la llevo a cabo porque la amo. Ser� “buena”, si mi intuici�n impregnada de amor se sit�a correctamente en el todo universal vivenciado intuitivamente; “mala”, si no es as�. Tampoco me pregunto: �c�mo actuar�a otra persona en mi caso? sino que act�o tal como yo, como individualidad particular, me veo inducido a querer. No me gu�a de manera directa, ni la costumbre general, ni la moral general, ni los preceptos humanos generales, ni la norma moral, sino mi amor por la acci�n. No siento ninguna presi�n, ni la presi�n de la naturaleza que me gu�a en mis instintos, ni la presi�n de los mandamientos morales, sino que sencillamente quiero llevar a cabo lo que llevo dentro.

Los defensores de las normas morales generales podr�an quiz�s objetar a estas conclusiones: “Si cada uno s�lo se dedica a gozar de la vida y hacer lo que quiere, no habr� ninguna diferencia entre la buena acci�n y el crimen; cada fechor�a que se me ocurra tendr� el mismo derecho a realizarse que la intenci�n de servir al bien general. Para m�, como hombre moral, no puede ser determinante el hecho de haber concebido la idea de una acci�n, sino la comprobaci�n de si es buena o mala. Solamente en el primero de los casos he de llevarla a cabo.

Mi respuesta a esta objeci�n evidente, pero que proviene de una interpretaci�n err�nea de lo expuesto, es la siguiente: quien desee conocer la naturaleza de la voluntad humana deber� distinguir entre el camino por el que esta voluntad se desarrolla hasta cierto grado, y la caracter�stica propia que la voluntad adopta al aproximarse al objetivo. En el camino hacia este objetivo las normas desempe�an un papel justificado. La meta consiste en la realizaci�n de los fines morales aprehendidos por pura intuici�n. El hombre logra tales fines en la medida en que posee la capacidad de elevarse realmente al contenido intuitivo del contenido ideal del mundo. En la acci�n volitiva particular, la mayor parte de las veces se mezclan otros elementos como impulso o motivo de su fin. Pero a pesar de ello, la intuici�n puede ser en todo o en parte, factor determinante de la voluntad humana. Lo que se debe hacer se hace; se aporta el medio en donde lo que debe hacerse se convierte en acci�n; la acci�n propia es la que el sujeto hace surgir de s� mismo. El impulso s�lo puede ser enteramente individual. Y en verdad s�lo puede ser una acci�n volitiva individual la que proviene de la intuici�n. S�lo es posible considerar la acci�n criminal, el mal, como expresi�n de la individualidad en el mismo sentido que la realizaci�n de la intuici�n pura, si se consideran los instintos ciegos parte de la individualidad humana. Lo que se debe hacer se hace; se aporta el medio en donde lo que debe hacerse se convierte en acci�n; la acci�n propia es la que el sujeto hace surgir de s� mismo. El impulso s�lo puede ser enteramente individual. Y en verdad s�lo puede ser una acci�n volitiva individual la que proviene de la intuici�n. S�lo es posible considerar la acci�n criminal, el mal, como expresi�n de la individualidad en el mismo sentido que la realizaci�n de la intuici�n pura, si se consideran los instintos ciegos parte de la individualidad humana. Pero el instinto ciego que mueve al crimen no procede de la intuici�n y no pertenece a lo individual del ser humano, sino a lo m�s general en �l, a aquello que todos los individuos tienen por igual, y que el hombre supera con su individualidad. Lo individual en m� no es mi organismo con sus instintos y sentimientos, sino el mundo coherente de las ideas que resplandecen en este organismo. Mis impulsos, instintos y pasiones no prueban sino que pertenezco al g�nero humano; el hecho de que en esos instintos, pasiones y sentimientos se expresa de manera especial un elemento ideal, prueba el hecho de mi individualidad. Por mis instintos y pasiones soy un hombre com�n impersonal; por la forma particular de las ideas por las cuales me distingo como Yo dentro de lo com�n, soy individuo. La diferenciaci�n de mi naturaleza animal, s�lo podr�a distinguirla de la de otros un ser ajeno a m�; pero por mi pensamiento, esto es, por la aprehensi�n activa de lo que se expresa como lo ideal a trav�s de mi organismo, me diferencio yo mismo de otros. Por consiguiente, no se puede decir que la acci�n del criminal provenga de la idea. De hecho, precisamente lo caracter�stico de los actos criminales es que provienen de elementos no-ideales del hombre.

Una acci�n se considera libre en tanto que su raz�n proceda del aspecto ideal de mi ser individual; cualquier otro aspecto de una acci�n, tanto si se lleva a acabo forzado por la naturaleza, como por la necesidad de una forma �tica, se considera como no libre.

S�lo es libre el hombre que en todo momento de su vida es capaz de obedecerse a s� mismo. Un acto moral es �nicamente mi acto, si puede considerarse libre en este sentido. Aqu� se trata en primer lugar de saber bajo qu� condiciones puede un acto volitivo ser considerado libre; c�mo se realiza en el ser humano esta idea de la libertad concebida en sentido puramente �tico, se describe a continuaci�n.

La acci�n a partir de la libertad no excluye las leyes morales, sino que las incluye; s�lo que esta acci�n aparece a un nivel superior, en comparaci�n con la que s�lo es dictada por esas leyes. �Por qu� ha de servir menos al bien general la acci�n que yo ejecuto por amor, que aquella que s�lo llevo a cabo porque siento el deber de servir al bien de la humanidad? El simple concepto del deber excluye la libertad, porque no quiere reconocer lo individual, sino que exige la sumisi�n de esto �ltimo a la norma general. La libertad del actuar s�lo es concebible desde el punto de vista del individualismo �tico.

�C�mo es posible la convivencia de los hombres, si cada uno s�lo se esfuerza por hacer valer su propia individualidad? Esta objeci�n caracteriza una moral mal entendida. Esta cree que una comunidad humana s�lo es posible si todos est�n unidos por un ordenamiento moral com�n establecido. Esta moralidad no entiende, precisamente, la unidad del mundo de las ideas. No comprende que el mundo de las ideas que act�a en m� es el mismo que act�a en los dem�s. Esta unidad es, sin embargo, s�lo un resultado de la experiencia de la vida. Pero tiene que ser as�. Pues si pudiera conocerse por alg�n otro medio que por la observaci�n, esa esfera estar�a regida no por la vivencia individual, sino por la norma general. La individualidad �nicamente es posible si cada ser individual sabe del otro solamente a trav�s de la observaci�n individual. La diferencia entre yo y los otros hombres no est� en absoluto en que vivamos en dos mundos espirituales totalmente distintos, sino en que el otro recibe del mundo com�n de las ideas otras intuiciones que yo. El quiere vivenciar sus intuiciones, yo las m�as. Si ambos nos inspiramos en la idea y no obedecemos a ning�n impulso externo (f�sico o espiritual) no podemos sino encontrarnos en las mismas aspiraciones, en las mismas intenciones. El malentendido moral, el desacuerdo, queda totalmente excluido en hombres moralmente libres. S�lo el hombre no libre, el que obedece al instinto natural o a un precepto de deber, rechaza al pr�jimo si �ste no sigue el mismo instinto y el mismo precepto. Vivir en el amor por la acci�n y dejar vivir por la comprensi�n de la voluntad ajena, �sta es la m�xima fundamental del hombre libre. No conocen otro deber que el que concuerda intuitivamente con su voluntad; como querr�n actuar en un caso determinado, se lo indicar� su capacidad para percibir las ideas.

�Si la sociabilidad no fuera una cualidad inherente a la naturaleza humana, no ser�a posible inculc�rsela por leyes externas! Solamente porque los individuos humanos son uno en esp�ritu, pueden desarrollarse uno al lado de los otros. El hombre libre no exige unanimidad alguna a su pr�jimo, pero la espera porque es parte de la naturaleza humana. Con ello no me refiero a las necesidades de �sta o aquella instituci�n externa, sino a la actitud interior y al estado del alma a trav�s de los cuales el hombre que se vivencia a s� mismo entre semejantes a los que aprecia, hace justicia sobre todo a la dignidad humana.

Habr� muchos que mantengan que el concepto de hombre libre que presento es una quimera, que no existe en la realidad; que tratamos con hombres de carne y hueso, de los que s�lo podemos esperar un comportamiento moral si obedecen una ley moral, si consideran su misi�n moral como deber, y si no siguen libremente sus inclinaciones y sus gustos. Esto no lo pongo en duda. S�lo un ciego podr�a negarlo. Pero si esta es la conclusi�n definitiva, debemos entonces desechar toda la hipocres�a de la moral y decir simplemente: la naturaleza humana tiene que ser forzada a actuar, mientras no sea libre. El que esta falta de libertad venga impuesta por medios f�sicos o por leyes morales, el que el hombre no sea libre porque obedece a su ilimitado instinto sexual, o porque est� sometido a las normas de la moral convencional es, desde cierto punto de vista, indiferente. Pero entonces no puede afirmarse que una persona justifique como suya una acci�n, cuando ha sido forzada a ella por una fuerza externa. Sin embargo, en medio de este orden de fuerzas coactivas se elevan los esp�ritus libres, hombres que se encuentran a s� mismos, dentro de la confusi�n de costumbres, leyes, preceptos religiosos, etc. Son libres en cuanto que s�lo se obedecen a s� mismos, no libres, en cuanto que se someten. �Qui�n de nosotros puede afirmar que es realmente libre en todas sus acciones? Sin embargo, en cada uno de nosotros mora un ente m�s profundo, en el que el hombre libre se manifiesta.

Nuestra vida se compone de acciones libres y no libres. Pero no podemos llegar a un concepto completo del hombre, sin pensar en el esp�ritu libre como la expresi�n m�s pura de la naturaleza humana. De hecho, s�lo somos verdaderamente hombres en cuanto que somos libres.

Muchos dir�n que esto es un ideal. Sin duda, pero un ideal que como elemento real en nuestro ser se abre paso hacia la superficie. No es un ideal meramente inventado o so�ado, sino uno que tiene vida y que se anuncia claramente incluso en la forma m�s imperfecta de su existencia. Si el hombre s�lo fuera una criatura natural, ser�a absurda la b�squeda de ideales, esto es, de ideas por el momento no actualizables, pero cuya realizaci�n, sin embargo, exigimos. En relaci�n a los objetos del mundo exterior, la idea se halla determinada por la percepci�n; cumplimos nuestro cometido cuando descubrimos la relaci�n entre idea y percepci�n. Pero en el ser humano no es as�. La suma de su existencia no queda determinada sin su participaci�n; su verdadero concepto como hombre moral (esp�ritu libre) no est� unido de antemano en forma objetiva con la imagen perceptual “hombre”. En este caso, concepto y percepci�n s�lo se corresponden, si el hombre los hace coincidir. Pero s�lo lo logra cuando ha encontrado el concepto de esp�ritu libre, esto es, el concepto de s� mismo. En el mundo objetivo nuestra organizaci�n traza una l�nea divisoria entre percepci�n y concepto; el conocimiento supera esta divisi�n. En la naturaleza subjetiva esta divisi�n es menor; el hombre la supera en el curso de su evoluci�n en la medida en que da expresi�n en su manifestaci�n externa al concepto de s� mismo. Por lo tanto, no s�lo la vida intelectual del hombre, sino tambi�n la �tica nos muestra su doble naturaleza: el percibir (vivencia inmediata) y el pensar. La vida intelectual supera esta doble naturaleza a trav�s del conocimiento; la vida moral, a trav�s de la actualizaci�n real del esp�ritu libre. Todo ser tiene su propio concepto inherente (la ley de su ser y de su actividad); pero en las cosas del mundo externo, el concepto est� unido a la percepci�n inseparablemente, y s�lo separado de ella dentro de nuestro organismo espiritual. En principio, en el ser humano concepto y percepci�n se hallan de hecho separados, precisamente para que sea �l mismo quien los una. Se puede objetar: “a nuestra percepci�n del ser humano le corresponde, en cada momento de su vida, un concepto determinado, lo mismo que a cualquier otro objeto. Yo puedo formarme el concepto de un hombre corriente, e incluso encontrarlo como percepci�n; y si a este concepto le a�ado tambi�n el del esp�ritu libre, tengo entonces dos conceptos del mismo objeto”.

Esto es una forma de pensar unilateral. Yo, como objeto de percepci�n, me encuentro en continua transformaci�n. De ni�o era de una manera, de adolescente y de adulto de otra. Es m�s, mi imagen perceptual cambia a cada momento con respecto a la anterior. Estos cambios pueden realizarse de manera que en ello siempre se exprese el mismo hombre (el hombre masa), o bien, que presentan la expresi�n del esp�ritu libre. El objeto perceptual de mi acci�n, est� sujeto a estos cambios.

El objeto perceptual “hombre” tiene la posibilidad de transformarse, lo mismo que la semilla de la planta lleva en s� la posibilidad de convertirse en planta entera. La planta se transforma debido a la ley objetiva que le es inherente; el hombre permanece en su estado imperfecto a no ser que tome la substancia de transformaci�n que lleva en s�, y la de transformarse por su propia fuerza. La naturaleza hace del hombre simplemente un ser natural; la sociedad, hace de �l un ser que act�a de acuerdo con las leyes; pero s�lo �l mismo puede hacer de s� un ser libre. La naturaleza deja libre de ataduras al hombre a cierto nivel de su desarrollo; la sociedad lleva este desarrollo un paso m�s hacia adelante; el �ltimo perfeccionamiento s�lo puede d�rselo el hombre a s� mismo.

Por lo tanto, el punto de vista de la moral libre no sostiene que el esp�ritu libre sea la �nica forma en la que el hombre puede existir. Ve en la espiritualidad libre el �ltimo estado evolutivo del hombre. Con esto no se niega que las normas de actuaci�n no est�n justificadas como niveles de evoluci�n. Pero no pueden reconocerse como criterio moral absoluto. Sin embargo, el esp�ritu libre trasciende las normas en el sentido de que no vivencia las leyes como motivos, sino que ordena sus actos de acuerdo con sus impulsos (intuiciones).

Kant dice del deber: “�Deber! sublime y grandioso nombre, que no admites ni preferencias ni alabanzas, sino que exiges sumisi�n”, que “estableces la ley... que hace enmudecer todas las inclinaciones, aunque en secreto se le opongan”, a lo cual replica el hombre desde la conciencia del esp�ritu libre: “�Libertad! nombre amable y humano, que llevas en ti todo lo moralmente m�s querido; que m�s me dignificas como ser humano, y que no me haces servidor de nadie, pues no estableces simplemente una ley, sino que esperas a lo que mi amor moral reconozca por s� mismo como ley, porque ante toda ley impuesta por al fuerza se siente no libre”.

Esta es la contraposici�n entre la moral basada meramente en la ley, y la libre.

El hombre de mente estrecha, que ve la moral personificada en algo establecido externamente, ver� quiz�s al esp�ritu libre como un hombre incluso peligroso. Pero es as� s�lo porque su mirada est� limitada a una �poca determinada. Si pudiera ver m�s all� de �sta, pronto encontrar�a que el esp�ritu libre no tiene necesidad ni de dejar de acatar las leyes del Estado, ni de oponerse nunca a ellas. Pues las leyes del Estado provienen en su totalidad de intuiciones de esp�ritus libres, lo mismo que todas las dem�s leyes objetivas de la moral. No existe ley observada por la autoridad familiar, que no fuera en su momento concebida intuitivamente y establecida por un antepasado; incluso las leyes convencionales de la moral son creadas en primer lugar por hombres determinados; y las leyes estatales se generan siempre en la mente de un hombre de Estado. Estos esp�ritus dirigentes crearon las leyes para los dem�s hombres, y s�lo ser� no libre quien olvide este origen y las convierta en mandamientos sobrehumanos, en conceptos de deber moral objetivos independientes del hombre, o en voz imperativa interior que le fuerza debido a su falso misticismo. Pero quien no pasa por alto dicho origen, sino que lo busca en el hombre, lo tendr� en cuenta como parte del mismo mundo de las ideas, del cual �l tambi�n extrae sus intuiciones morales. El que cree que �l las tiene mejores, intentar� sustituir las que ya existen; pero si considera que las existentes est�n justificadas, actuar� de acuerdo con ellas, como si fueran suyas.

No debe consagrarse la f�rmula de que el hombre existe para llevar a cabo en el mundo un orden moral independiente de �l. Quien lo afirmara se encontrar�a, con respecto a la antropolog�a, en la misma situaci�n en la que estaba la ciencia natural que cre�a que el toro tiene cuernos para poder dar cornadas. Afortunadamente, los naturalistas han desechado este concepto de finalidad. La �tica tiene m�s dificultad para librarse de �l. Pero as� como los cuernos no existen con la finalidad de dar cornadas, sino que �stas son posibles gracias a los cuernos; del mismo modo el hombre no existe para la moral, sino que �sta existe gracias al hombre. El hombre libre act�a moralmente porque tiene una idea moral; pero no act�a para que haya moral. Los hombres, como individuos con las ideas morales que son inherentes a su naturaleza, son la condici�n previa del orden moral del mundo.

El individuo humano es la fuente de toda moral y el centro de la vida de la Tierra. El Estado, la sociedad, han surgido como consecuencia necesaria de la vida individual. Que luego el Estado y la sociedad a su vez, influyan sobre la vida individual, es tan comprensible como lo es el hecho de que el uso de los cuernos para dar cornadas influya sobre el desarrollo posterior de los cuernos del toro, que de no ser usados durante mucho tiempo se atrofiar�an. As� tambi�n se atrofiar�a el desarrollo del individuo si llevara una existencia aislada, fuera de la comunidad humana. Esta es precisamente la finalidad del orden social, que influya a su vez favorablemente sobre el individuo.


1 El autor ha descrito en trabajos posteriores, y desde puntos de vista distintos esta cuesti�n en la psicolog�a, la filosof�a, etc. Aqu� solo se pretende caracterizar los resultados de la observaci�n sin prejuicios del pensar.

2 Los pasajes desde el principio del cap�tulo hasta aqu� son un suplemento o han sido escritos de nuevo para la edici�n de 1918.

3 En su obra "La fenomenolog�a de la conciencia �tica", Eduard von Hartmann presenta una clasificaci�n completa de los principios �ticos (desde el punto de vista del realismo metaf�sico).