LA REALIDAD DE LA LIBERTAD

Portrait of Rudolf Steiner 1894

1894

VIII

LOS FACTORES DE LA VIDA

Recapitulemos los resultados de lo expuesto en los cap�tulos precedentes. El mundo se presenta al hombre como una multiplicidad, como una suma de objetos aislados. El hombre mismo es uno de ellos, un ser entre otros seres. Esta configuraci�n del mundo la designamos sencillamente como lo dado y como percepci�n, en tanto que no la desarrollamos a trav�s de una actividad consciente sino que simplemente la encontramos. Dentro del mundo de las percepciones nos percibimos a nosotros mismos. Esta autopercepci�n figurar�a simplemente como una entre todas las dem�s, si del centro de ella no surgiera algo que se muestra capaz de relacionar las percepciones en general, por tanto tambi�n la suma de todas las dem�s percepciones, con la de nuestro propio ser. Este algo que surge ya no es meramente percepci�n; ni tampoco aparece como lo hacen las percepciones. Se produce por la actividad.

Aparece, en primer lugar vinculado a lo que percibimos como nuestro propio ser. Sin embargo, por su significado interior trasciende al propio ser. Agrega a las percepciones individuales determinaciones ideales que est�n, sin embargo, relacionadas rec�procamente, que est�n basadas en un todo. Lo que obtiene por la percepci�n de s� mismo lo determina id�icamente de la misma manera que a todas las dem�s percepciones y lo sit�a como sujeto, o como “Yo”, frente a los objetos. Este algo es el pensar, y las determinaciones ideales son los conceptos y las ideas. El pensar, por tanto, se manifiesta en primer lugar en la percepci�n del Yo; pero no es meramente subjetivo, puesto que el Yo se designa a s� mismo como sujeto solamente por el pensar. Esta relaci�n mental con uno mismo es una determinaci�n vital de nuestra personalidad. Por ella llevamos una existencia puramente ideal. Por ella nos vivenciamos como seres pensantes. Esta determinaci�n vital quedar� como puramente conceptual (l�gica), si no se presentaran otras determinaciones de nuestro Yo. Ser�amos seres cuya vida se limitar�a a establecer relaciones puramente ideales entre las diversas percepciones, y entre �stas y nosotros mismos. Si a la elaboraci�n de estas relaciones mentales la llamamos conocimiento, y al estado que nuestro Yo logra a trav�s de �l lo llamamos saber, tendr�amos que considerarnos, de acuerdo con la suposici�n anterior, como seres que meramente conocen o saben.

Este supuesto, sin embargo, no viene al caso. Relacionamos las percepciones con nosotros mismos; no s�lo de forma ideal, por medio de conceptos, sino tambi�n por el sentir, como ya hemos visto. No somos, por lo tanto, seres con un contenido vital meramente conceptual. El realista ingenuo ve incluso en la vida del sentir un elemento de la personalidad m�s real que el puramente ideal del saber. Y desde su punto de vista tiene raz�n cuando interpreta la cuesti�n de esta manera. En principio, el sentimiento corresponde a lo subjetivo, exactamente lo mismo que la percepci�n a lo objetivo. De acuerdo con el principio del realismo ingenuo, de que todo lo que se puede percibir es real, se deduce que el sentimiento es la garant�a de la realidad de la propia personalidad. No obstante, el monismo, tal como aqu� se entiende, tiene que otorgar al sentimiento el mismo complemento que estima necesario para la percepci�n si quiere presentarlo como realidad total. Para este monismo el sentimiento es una realidad incompleta que, en la forma original en que se nos presenta, todav�a no contiene su segundo factor, el concepto o idea. Por esta raz�n el sentir aparece siempre en la vida, al igual que la percepci�n, antes que el conocimiento. Nos sentimos primero como seres que existen, y s�lo en el curso de nuestro paulatino desarrollo logramos llegar al punto en el que, desde el sentir impreciso de nuestra propia existencia, surge el concepto de nuestro Yo. Lo que para nosotros s�lo aparece m�s tarde, se halla originalmente unido de forma inseparable con el sentir. Debido a esta circunstancia, el hombre ingenuo llega a creer que en el sentir se le presenta la existencia de manera directa, mientras que en el saber s�lo indirectamente. Por lo tanto, el desarrollo de la vida afectiva le parecer� lo m�s importante. S�lo creer� haber aprehendido la cohesi�n del mundo, cuando la haya captado con el sentir. Tratar� de hacer del sentir, no del saber, instrumento del conocimiento. Como el sentir es algo enteramente individual, algo equivalente a la percepci�n, el fil�sofo del sentimiento eleva a principio universal un principio que s�lo tienen significado dentro de su personalidad. Intenta impregnar al mundo entero con su propio ser. Lo que, el monismo al que nos referimos, aspira a captar en concepto, el fil�sofo del sentimiento trata de alcanzarlo con el sentir y considera que su vinculaci�n con los objetos es la m�s directa.

La tendencia aqu� descrita, la filosof�a del sentimiento, se suele llamar misticismo. El error de una concepci�n m�stica basada �nicamente en el sentir consiste en que quiere vivir lo que deber�a saber, y que quiere dar al sentir, que es individual, car�cter universal.

El sentir es un acto puramente individual, el v�nculo del mundo exterior con nuestro sujeto, en tanto que esta vinculaci�n encuentra su expresi�n en una experiencia puramente subjetiva.

Existe todav�a otra manifestaci�n de la personalidad humana. El Yo, a trav�s de su pensar, participa de la vida del mundo en general. Por medio de �ste relaciona, de manera puramente ideal, las percepciones del mundo consigo mismo y a s� mismo con ellas. Por el sentir el Yo experimenta la relaci�n de los objetos con su sujeto; en la voluntad sucede lo contrario. En la volici�n nos encontramos igualmente con una percepci�n, a saber, la de la relaci�n individual de nuestro Yo con lo que es objetivo. Todo lo que en la volici�n no es un factor puramente ideal, es mero objeto de percepci�n, como sucede con cualquier objeto del mundo exterior.

Sin embargo, el realismo ingenuo creer� tener ante s� algo mucho m�s real que lo que se puede alcanzar con el pensar. Ver� en la voluntad un elemento en el que percibe de manera inmediata un proceso, un principio, en contraste con el pensar que s�lo capta el suceso en conceptos. Lo que el Yo realiza mediante su voluntad constituye para esta concepci�n un proceso que se experimenta de forma inmediata. El seguidor de esta filosof�a cree que por la volici�n alcanza un punto de apoyo en el del devenir del mundo. Mientras que por la percepci�n s�lo puede seguir los dem�s sucesos desde fuera, cree poder experimentar en su voluntad un hecho real de forma inmediata. La manera en que la voluntad surge dentro del Yo se convierte para �l en un principio absoluto de la realidad. Su propia voluntad se le presenta como un caso especial del devenir del mundo en general; y �ste, por lo tanto, como voluntad universal. La voluntad se eleva a principio universal, lo mismo que en el misticismo del sentimiento �ste se convierte en principio del conocimiento. Esta concepci�n es la filosof�a de la voluntad (Telismus). Convierte en factor constitutivo del mundo lo que s�lo se experimenta individualmente.

Ni el misticismo del sentimiento, ni la filosof�a de la voluntad pueden llamarse ciencia, pues ambas afirman que la comprensi�n conceptual del mundo no es suficiente. Exigen, junto al principio ideal del ser, un principio real. Y esto con cierto derecho. Pero como para la aprehensi�n de los llamados principios reales solamente tenemos la percepci�n, la afirmaci�n, tanto del misticismo del sentimiento, como de la filosof�a de la voluntad, equivalen a la siguiente opini�n: tenemos dos fuentes de conocimiento, la del pensar y la de la percepci�n, present�ndose esta �ltima como experiencia individual en el sentir y en la voluntad. Y como lo que emana de una de las fuentes, las experiencias, no puede ser asimilado directamente, seg�n esta concepci�n, por la otra, es decir, por el pensar, estas dos formas de conocimiento, percepci�n y pensar, quedan una junto a la otra sin mediaci�n superior alguna. Se piensa que adem�s del principio ideal asequible al saber, ha de existir un principio real del mundo no aprehensible por el pensar. Con otras palabras: el misticismo del sentimiento y la filosof�a de la voluntad son realismo ingenuo, puesto que sostienen que lo que se percibe directamente es real. Incurren adem�s en la inconsistencia, frente al realismo ingenuo original, de establecer una forma determinada de percepci�n (el sentir o el querer respectivamente), como �nico medio de conocimiento del ser, lo que s�lo ser�a posible si en general mantuviese como principio que lo percibido es real. Por lo tanto, deber�an atribuir igual valor cognoscitivo a la percepci�n externa.

La filosof�a de la voluntad se convierte en realismo metaf�sico, cuando traslada tambi�n a la voluntad aquellas esferas de la existencia en las que no es posible una experiencia directa de �sta, como lo es en el propio sujeto. Presupone, hipot�ticamente, un principio fuera del sujeto para el cual la experiencia subjetiva es el �nico criterio de la realidad. Como realismo metaf�sico la filosof�a de la voluntad queda sujeta a la cr�tica mencionada en el cap�tulo precedente, teniendo que superar el elemento contradictorio de todo realismo metaf�sico, y reconocer que la voluntad es un devenir universal, solamente en tanto que se relaciona de forma ideal con el resto del mundo.

Suplemento a la nueva edici�n (1918)

La dificultad de captar la esencia del pensar por medio de la observaci�n estriba en que esta esencia escapa con demasiada facilidad a la observaci�n an�mica cuando �sta intenta dirigir su atenci�n hacia aqu�lla.

As� le queda �nicamente lo abstracto sin vida, los cad�veres del pensar vivo. Si s�lo vemos este elemento abstracto, nos veremos f�cilmente inducidos a entrar en el elemento “lleno de vida” del misticismo del sentimiento, o incluso en el de la metaf�sica de la voluntad.

Encontraremos entonces extra�o que alguien intente aprehender la esencia de la realidad con “meros pensamientos”. Pero si logramos realmente alcanzar la vida del pensar, llegaremos a la comprensi�n de que no se pueden comparar la riqueza interior y la experiencia segura, tranquila y a la vez despierta de esta vida, con el mecerse en meros sentimiento o con la contemplaci�n del elemento volitivo, ni mucho menos considerarlos superiores a aqu�llos. Precisamente se debe a esta riqueza y a esta plenitud de experiencia interior, que la contraimagen que se presenta en el estado ordinario del alma aparezca muerta, abstracta. Ninguna otra actividad del alma humana se malinterpreta tan f�cilmente como el pensar. El querer y el sentir vuelven a dar calor al alma humana incluso cuando recuerda lo ya vivido. El recuerdo del pensar nos deja fr�os; parece secar la vida del alma. Sin embargo, esto no es m�s que la intensa proyecci�n de la sombra de su realidad transida de luz, con que penetra c�lidamente en los fen�menos del mundo. Esta penetraci�n se realiza con una fuerza que fluye de la misma actividad del pensar, y que es la fuerza del amor en forma espiritual. No puede objetarse que quien incluye el amor en la actividad del pensar introduce en ella un sentimiento, el amor. Pues en verdad esta objeci�n confirma lo que hemos expuesto. De hecho, quien se entregue al pensar en su esencia, encontrar� en �l tanto el sentimiento como la voluntad en su m�s profunda realidad; quien se aparte del pensar y se incline solamente hacia el “mero” sentir y querer, pierde, con ellos, la verdadera realidad. Quien se proponga vivenciar el pensar intuitivamente, experimentar� correcta y justamente el sentir y la voluntad; pero el misticismo del sentimiento y la metaf�sica de la voluntad no pueden estar justificados frente a penetraci�n de la existencia por el pensar intuitivo. Estas concepciones juzgar�n como excesiva ligereza que son ellas las que se basan en la realidad, y que el pensador intuitivo se forma, de manera insensible e irreal, mediante “pensamientos abstractos”, una imagen fr�a del mundo.